Cardenal Mauro Piacenza | El Nuevo Siglo
Domingo, 5 de Julio de 2015

 

HOMILÍA

Misa votiva de Eucaristía               

Queridos hermanos en el Episcopado,

 

LAS  palabras de Cristo “seréis mis testigos” (Hch 1, 8) resumen su predicación y constituyen la sustancia de la vida verdaderamente cristiana. Impregnados de aquellas palabras, los apóstoles han querido ser sobre todo testigos de Cristo. La humanidad de hoy, sacudida por tantas crisis y escándalos, tiene necesidad de maestros, sí, pero más que nada, de testigos.

Tenemos que ser testigos de Cristo, pero no podemos serlo sin ser testigos de la Eucaristía, porque la Eucaristía es, según la enseñanza del Concilio Vaticano II, “el mismo Cristo, nuestra Pascua” (P.O., n. 5). Precisamente por esto en el siglo VI San Gregorio Magno escribió en sus Diálogos: “Nosotros que celebramos los misterios de la Pasión del Señor, debemos imitar lo que celebramos” (Diálogos, 4, 69 PL 77, 428). Estas palabras han sido tomadas por el Pontifical Romano, en las cuales el Obispo ordenante dice a los que serán ordenados sacerdotes “Agnoscite quod agitis, imitamini quod tractatis  / Reconozcan lo que hacen, imiten lo que celebran” (Pontificale Romanum, De ordinatione diaconi, presbyteri et episcopi, p. 46). El sacerdote debe imitar la Eucaristía que celebra cotidianamente; imitándola se convierte en testigo de Cristo eucarístico.

Pero el testimonio debe ser también de la Resurrección, puesto que la Santa Misa es la Pascua de Cristo: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!”. El sacerdote ofrece sobre el altar su nueva vida, aquella a la cual ha resucitado por la gracia de Cristo. El sacerdote toma en sus manos el Cuerpo de Cristo no sólo martirizado sino también vencedor, por lo tanto no debe jamás desanimarse. Con frecuencia va al altar cargado por grandes pesos, pero se libera de ellos porque la Misa le levanta el espíritu y lo llena de consuelo pascual.

Del célebre profesor de la Sorbona Antonio Federico Ozanam leemos que, después de la Comunión, iba a casa de un hombre paralizado a prestarle los servicios más humildes. Siguiendo el ejemplo de Cristo que en la Santa Comunión se hacía para él el pan cotidiano, también Ozanam quería ser pan para su hermano. Imitaba la Eucaristía de la cual fue un verdadero testigo. Gracias a la imitación de la Eucaristía, unidos a Cristo, nos convertimos en pan de vida para los hombres y para el mundo. Por eso la Eucaristía es principio de unión, es “koinonìa”entre los hombres; es signo de la unión entre nosotros, porqué comemos el mismo pan vivo bajado del cielo (Jn 6, 51). Y no es sólo un signo sino también principio y válido fundamento de la unión entre nosotros.      

En una entrevista la Madre Teresa de Calcuta, a quien le preguntaba de dónde sacaban sus religiosas la fuerza necesaria para su trabajo tan agotador, ella respondía: “De la adoración cotidiana del Santísimo Sacramento. Sin la hora de adoración, decía, seríamos absolutamente incapaces de realizar nuestro trabajo”. Aquellas religiosas, siguiendo el ejemplo y las virtudes de Cristo, presente día y noche en los tabernáculos de todo el mundo, en medio de los hombres, también ellas están con los hombres y tienen la fuerza de permanecer con ellos. ¡La Eucaristía es una misión! Una misión para aquellos que son sus testigos, testigos del sacrificio de Cristo.