Se cumple otro año de muerto Cervantes, que no murió el mismo día que Shakespeare como se dice. La prejuiciada cultura inglesa de entonces, no acogió la cronología romana que nos rige, por ser ésta además católica papista, gracias por cierto al católico Copérnico. Y la diferencia fue, en todo caso, de más de una semana. Y gracias también, al mismo prejuicio, los ingleses incluso llegaron a dudar de la existencia de Shakespeare. Hacia los años ochenta del siglo pasado los cronistas no solo lo demostraron de forma fehaciente, sino, riámonos un poco, que su máximo autor fue católico de contera, y por tanto amoldable al prejuicio del olvido.
En cambio, de Cervantes conocemos bastante, si bien no todo lo que demanda nuestra insaciable curiosidad. Shakespeare murió rico, Cervantes acomodado, pero no pobre. Legó su casa y propiedades a su hija Isabel, analfabeta. Mientras él conocía latín, italiano, y mozárabe.
El idioma actual no logra el tono de lo rotundo de esta carta que dirige Cervantes al conde de Lemos “Puesto ya el pie en el estribo con las ansias de la muerte, gran señor ésta te escribo”.
Él se valió de un romance de despedida (hoy sería un bolero, un tango, o…) que decía: “Puesto ya el pie en el estribo con las ansias de la muerte, señora ésta te escribo pues partir no puedo vivo cuánto más volver a verte.” (1575, Flor de romances). La musicalidad de encanto, dan fuerza a la gravedad a sus palabras. Esa melodía la encontramos en el romance del Cid “en Santa Gadea de Burgos do juran los hijosdalgo, allí toma juramento el Cid al rey castellano”. Y en Manrique: “Despierte el alma dormida, avive el seso y despierta para ver cómo se pasa la vida como se llega la muerte tan callando. Cuan presto se va el placer cómo después de acordado da dolor, como a nuestro parecer, cualquier tiempo pasado fue mejor (…) ¿qué se fizo el rey don Juan, los infantes de Aragón qué se ficieron, que hubo de tanto galán, qué de tanta invención como trajeron?”
El principal problema de leer el Quijote es que produce adicción. Embriaga y acoge al lector al punto en que no se desea leer nada más. Es un universo que va cambiando a cada relectura, como un calidoscopio de trasluces. Pero el genio que lo escribió, no transcribe su vida personal. Además, no sabemos que es lo que quería decirnos… ese es el enigma, por lo demás, de las grandes obras.
Cada generación de lectores cree entender una cosa, y la siguiente entiende otra. Los eruditos no se ponen de acuerdo en el significado de ese sueño inmortal. Pero ahí sigue en pie como una esfinge que nos dice: ¡Adivina o te devoro! Los dos personajes son ya arquetipos de humanidad. Con ellos se ríe y se sufre. Y el lector que termina la lectura, nota que él ya no es el mismo que la inició.