Desde la suspensión de la aspersión aérea de glifosato, concesión hecha a las Farc en la mesa de negociación de La Habana, el aumento de los narco cultivos en suelo colombiano ha sido espeluznante.
Según un informe de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes (Jife), Colombia cerró el 2015 con 96.000 hectáreas cultivadas con coca, lo que significó un impresionante aumento del 39 por ciento sobre el año 2014. Hoy son 200.000 hectáreas; es claro que la producción de coca en Colombia está disparada.
En el 2015 se pensó que ese crecimiento era empujado por el deseo de algunos de beneficiarse de los programas alternativos que obtendrían al firmarse el acuerdo de La Habana. Pero las posibilidades de sembrar, casi sin oposición y los inigualables rendimientos económicos obtenidos de la coca, jalonaron el crecimiento.
Hoy es iluso pensar que, como se acordó con las Farc, simples compromisos con las comunidades lograrán reemplazar las plantaciones cocaleras por otras cosechas muchísimo menos rentables.
Es claro que vamos con rapidez a convertirnos en una narco nación, al estilo de México. Todo lo indica así; tenemos la experiencia en siembra y producción, bien planeadas y experimentadas rutas de transporte y muchísima mano de obra entrenada. No es sino sumar cuantos combatientes de las Farc están renegando del pacto de paz y se han unido a las bacrim, que controlan los mayores centros de producción y distribución de la droga.
Esto pinta mal, muy mal, y el país no le está poniendo la debida atención. Son tantos los problemas que enfrentamos en el momento; la debilitación de las instituciones, la conversión del Congreso en una marioneta dirigida desde la Presidencia, la actitud de rebaño de magistrados y cortes, la putrefacción política y la rampante corrupción, que el peligro de perder la democracia, como ha sucedido en Venezuela, ha hecho que el narco aumento desmesurado y la creciente fuerza de las bacrim, hayan sido relegados a un segundo lugar.
Pero la verdad es que, casi con seguridad, antes de convertirnos en un estado, sin democracia, libertad o comida, al estilo venezolano, nos convertiremos en una narco nación al estilo mexicano. Allí los carteles controlan una gran parte del territorio, la policía y el ejército y, aunque pocos se atreven a decirlo en voz alta, también una gran parte del gobierno.
¿Quién manda en México? ¿Quién desaparece ciudadanos a su voluntad y atemoriza a quien le viene en gana? Los carteles, dueños y señores de gran parte de México y cuya mayor fuente de ingreso es la droga.
Para allá vamos. Ya en los ochenta estuvimos muy cerca de que esto nos sucediera. Pero, por lo visto, la historia se repite.
Lo peor es que, como bien sabemos, la guerra contra la producción, refinamiento y comercialización de la cocaína es una guerra perdida y de una capacidad corruptora y destructora como ninguna. Salimos de las Farc para enrolarnos en una guerra contra las bacrim, los nuevos carteles de Colombia. ¡Por Dios, esto no puede ser!
Nadie en el mundo ha ganado una guerra contra las mafias de la droga; ni los ingleses, cuando eran el gran imperio, contra las mafias del opio; ni hoy los estadounidenses la ganarán, poniéndonos a nosotros como carne de cañón.
Es urgente lograr un consenso mundial para discutir este tema y buscar alternativas. El precio de una nueva narcoguerra es demasiado alto para Colombia.