Las trágicas muertes que se producen en el país en territorios sembrados de coca, pero huérfanos de la presencia de la institucionalidad, revela el mayor reto que el Estado colombiano enfrenta porque desnuda la magnitud de la amenaza que se cierne sobre la vida de los colombianos y la seguridad e integridad del territorio nacional. Conjurar ese inmenso desafío requiere no solo de la unión nacional, hoy esquiva, sino también de una alerta conciencia ciudadana sobre los peligros que se ciernen sobre Colombia.
La violencia en algunos territorios nacionales no debe verse solamente como efectos residuales de la violencia guerrillera, porque obedece a dinámicas diferentes y a escenarios geopolíticos que desbordan ampliamente a los que alimentaron la confrontación con las organizaciones subversivas. Hoy, la lucha no es simplemente por el poder, a la usanza de las Farc, ni se concentra exclusivamente en el narcotráfico y la minería ilegal y los réditos que ellas generan, con las que persiguen dominio de territorios carentes de institucionalidad, sino que responde a intereses geoestratégicos que apuntan al derrumbe de la democracia colombiana y a la alineación del país en las filas progresistas que no renuncian a un colectivismo trasnochado que aún perciben como la punta de lanza contra el sistema capitalista.
Su tarea se ha visto facilitada por la desidia del Estado para extender y asegurar su presencia en todo el territorio nacional, lo que ha permitido la expansión de grupos armados ilegales a expensas del aparato estatal, y que gozan, además, del apoyo de Maduro que ha convertido a Venezuela en la retaguardia y santuario de todas las organizaciones criminales que siembran la muerte en Colombia. En ese contexto el terror se convierte en instrumento de control de territorios y comunidades y las masacres en el procedimiento extremo y sangriento para hacer de la violencia la herramienta de poder. En esa contienda, sin límites de humanidad, toda atrocidad se le adjudica al gobierno y todo esfuerzo por mitigar la violencia se estigmatiza como violación de derechos humanos, quizás porque se percatan que en Colombia hemos sido más exitosos en cimentar la democracia que en construir Estado.
Esa guerra de todas las organizaciones criminales entre ellas, y de ellas contra el Estado, se ve ahora potenciada por la adquisición de misiles iraníes por Maduro para uso del ELN, las disidencias de las Farc, Nueva Marquetalia y demás grupos criminales que suponen una amenaza nunca experimentada por Colombia y que goza de solidaridad en sectores políticos legales del país.
Hoy más que nunca se requiere una política de seguridad integral, con visiones regionales, que apunte al control territorial, la protección de la población y la desarticulación de los aparatos criminales. La creación del cuerpo élite, la aspersión aérea de cultivos de coca y el plan de zonas futuras, son un buen principio, pero deben complementarse con el desmantelamiento de las estructuras criminales y el fortalecimiento y presencia del Estado en todo el territorio que le permita ejercer el monopolio de la violencia legítima.