No obstante todas las crisis presentes y pasadas, en las que todo parece superarse y olvidarse, la actitud religiosa de creer en Dios permanece firme, al menos en la mayoría de las personas. En la época actual la fe religiosa ha sido sometida a toda clase de pruebas, siendo quizás la mayor de ellas, el poder de la ciencia que puede explicar muchísimas de las situaciones de la condición humana, aunque no todas. Y es que precisamente para algunos la fe debe ser capaz de dar razón de todo, aunque en realidad ese no es su cometido. La fe, el creer en Dios, es un vínculo con Él que otorga la certeza de que siempre estamos en sus manos y que sin que dejen de suceder todas las vicisitudes de la vida humana, todo tiene una razón de ser y un sentido. Para el creyente nada es fruto del azar.
Se cuentan por montones los intentos de tratar de abolir la fe en la vida de las personas. Tales intentos van desde las conversaciones personales llenas de crítica a lo religioso y espiritual hasta sistemas políticos totalitarios que ven en las personas creyentes un obstáculo para poder tragarse al ser humano. El mundo intelectual del siglo pasado y del presente ha sido particularmente duro con el ámbito creyente, con la institución espiritual, con la persona de fe. En general la miran como un ser todavía no del todo desarrollado, aún supersticioso y dependiente de relatos para ellos superados. El hombre, afirman, es solo su ser y su hacer y lo demás o no es real o no cuenta. No tiene por qué depender de realidades externas a él y tanto su origen como su fin son procesos meramente biológicos y por lo mismo no hay una tal cosa llamada alma y mucho menos eternidad ni nada que se le parezca.
Pero, así como se da ese intento de hacer del ser humano un ser solo en el universo, no menor es el esfuerzo de quienes sienten profundamente la presencia de la divinidad, su acción providencial y buscan difundirla por el mundo entero. Trabajan para que se suscite la fe religiosa, para que la gente crea en Dios, para que exista el creyente. La humanidad, en su sabiduría milenaria, ha acumulado una inclinación amable y continua hacia la convicción de que la existencia de Dios es inobjetable, así como hacia la certeza de que el hombre puede relacionarse con Él. Y esto inaugura un horizonte de vida muy diferente al de que no cree en Dios ni espera nada de lo trascendente.
La historia de la fe, en su situación más originaria y pura, es la historia de la gratitud con el que ha llamado a los seres vivos, de la nada, a la existencia y la aspiración, la más alta y noble de todas, de volver a su Hacedor. Cuando el creyente aborda a quien no cree, no lo juzga negativamente, sino solamente lo llama a completar su existencia dándole la posibilidad de ligarla en su pasado, presente y futuro a una realidad, Dios, que Juan el evangelista la ha definido como amor. Porque el creer es en su propuesta original un llamado a vivir en el amor, no otra cosa.