La Constitución Política de 1991, que cumple treinta años el próximo mes, es la estructura básica del Estado, el pacto fundamental de la convivencia, la garantía superior de derechos y libertades, el estatuto del poder y el sustento de todo un orden jurídico de naturaleza democrática. El fruto de un gran consenso entre distintas fuerzas y sectores.
El proceso político-jurídico -que se desarrolló en medio de un intolerable clima de violencia y terrorismo entonces predominante- comenzó con la propuesta juvenil de la “séptima papeleta” y culminó con la promulgación de un el Estatuto Fundamental formulado con miras a reivindicar la soberanía popular y a realizar una auténtica democracia.
La Constitución ha renovado y modernizado el Derecho Público colombiano, introduciendo elementos de enorme trascendencia, proclamando valores y derechos esenciales, sentando principios y estableciendo instituciones muy valiosas, que en conjunto configuran un sistema jurídico para la realización de un Estado Social de Derecho. Como lo enseña su preámbulo, busca “fortalecer la unidad de la Nación y asegurar a sus integrantes la vida, la convivencia, el trabajo, la justicia, la igualdad, el conocimiento, la libertad y la paz, dentro de un marco jurídico, democrático y participativo que garantice un orden político, económico y social justo”, objetivos bien difíciles que, es menester reconocerlo, se han logrado apenas en parte, debido a la confluencia de muchos factores.
Además, ha sido reformada en exceso -ya vamos para cincuenta y seis enmiendas de carácter permanente, y hay varios proyectos en curso-, no por inaplazable necesidad, sino casi siempre por motivos de coyuntura y para satisfacer expectativas políticas de corto y mediano plazo, sin una visión de futuro, sin suficiente preparación y consulta y con muy escaso cuidado en preservar un sistema jurídico estable y coherente.
Desde luego, la Constitución no es un estatuto perfecto -como no lo es obra humana alguna-, pero conserva su esencia democrática y plasma los objetivos cardinales que se propusieron los delegatarios a la Asamblea Nacional Constituyente.
Hoy, a propósito de la situación generada por el erróneo manejo de la pandemia, la crisis económica, las protestas, los bloqueos, las masacres, los crímenes impunes, el desprestigio de Gobierno y Congreso, no han faltado improvisadas propuestas de distinto origen en el sentido de convocar un nuevo cuerpo constituyente, con miras a sustituir esta Carta Política por otra, sin un norte definido y claro.
Discrepamos. Aunque la Constitución no es irreformable y puede requerir ajustes, lo que hoy ocurre en el país no es culpa de ella sino, al contrario, de su inobservancia. No hay que acabar con la Constitución para celebrar sus treinta años. Lo que procede es su genuino cumplimiento.
Ahora bien, una cosa es cumplir la Constitución y otra muy distinta proclamar -en el interior del país y hacia el exterior- que se la respeta y se la aplica, sin hacerlo, o buscar “interpretaciones” de sus normas para dar apariencia de cumplimiento a lo que en realidad es una burla a sus mandatos.
El genuino respeto a los derechos y libertades fundamentales resulta esencial, y se requiere convicción democrática, políticas y proyectos acordes con los postulados fundamentales y voluntad para hacer efectivo un verdadero Estado Social de Derecho.