Hoy en día estamos un poco empantanados en las emociones. Si en otros tiempos se reprimían sin misericordia, hoy nos han anegado y han opacado el uso de la razón. Las redes sociales están inundadas de emociones desbocadas, lo que se dice en los medios también lleva esa característica, y la conversación actual entre los seres humanos parece también estar como saturada de un corte emocional difícil de digerir. El panorama se me asemeja como a una discoteca donde lo que prevalece es el ruido de la música y es prácticamente imposible hablar y quien pretenda hacerlo debe vociferar. Estamos como ensordecidos por el grito de tanta emoción que no lleva el soporte sabio de la razón y el pensamiento.
En alguna ocasión Jesús estuvo presente en un velorio y lo primero que hizo fue hacer salir del recinto a las plañideras y a los que lloraban en verdad. Las situaciones complejas de la vida, el luto es una, no mejoran por más que se den alaridos o se asuman actitudes agresivas. Siempre llega el momento en que es inevitable reposar, pensar y decidir acciones pertinentes para tratar de salir del hundimiento. Sin embargo, siempre existe el riesgo de que la emotividad desbordada termine por apagar las brasas de la razón que aún no estén extinguidas. Y, entonces, la tarea de reconstruir se hace más difícil y larga, pues tal vez haya que comenzar desde ceros. Esta situación puede darse en el ámbito personal y también en el social en cualquiera de sus instancias.
La restauración de la vida de muchas personas, de familias, matrimonios, comunidades, cuando ha resultado bien, ha pasado necesariamente por las instancias de la reflexión, el análisis, la escucha pausada en silencio, la oración, el tiempo de la maduración de las palabras, ideas y propuestas. Cuando prevalecen las emociones sin límite, sin orientación, sin norte definido, el río sigue desbordado y suele ahogar a quien las produce y a quien se le comunican. Hoy hay temas demasiado importantes de la vida personal y de las comunidades que tienen dosis excesivas de emocionalidad y la verdad es que no han servido sino para alargar el malestar, mantener las heridas abiertas, exponer a las personas a ser debilitadas interminablemente. Sin una dosis suficiente de racionalidad el ser humano es como un barco sin motor ni timón puesto en medio del mar y para el cual su destino siempre será incierto.
No hay una fórmula ideal para tender el puente entre las emociones y la razón. Pero sí es importante que la cabeza tenga un proyecto de vida y que las emociones le den el color. Pero no al revés. Los colores sin una estructura sobre la cual reposar no son más que materia encerrada en un envase. Pero si encuentran un lienzo, un papel, un muro, un pétalo, llegan a ser una creación que atrae, asombra, llena, ilumina. En nuestra época estamos desperdiciando los colores que contienen las emociones pues los hemos regado quizás sobre el piso y los estamos pisando sin darnos cuenta. Conviene, pues, edificar un concepto de ser humano y después colorearlo con los sentimientos que le darán brillo y gozo.