Los días de la Semana Santa, que deben servir para la reflexión y el análisis, nos han servido en efecto para considerar lo que viene ocurriendo con el funcionamiento –o estancamiento- de nuestras instituciones.
Varias veces nos hemos preguntado si, hablando con sinceridad, opera en Colombia un Estado de Derecho, y la realidad nos ha mostrado que no. La conclusión es todavía peor si el interrogante recae sobre el Estado Social de Derecho. Este último quedó maltrecho e indefinidamente aplazado cuando se expidió el Acto Legislativo 3 de 2011 –inexplicablemente declarado exequible por la Corte Constitucional-, a cuyo tenor los objetivos del Estado Social de Derecho, el pleno empleo de los recursos humanos, la finalidad –a aquél inherente- de que todas las personas, en particular las de menores ingresos, tengan acceso efectivo a los bienes y servicios básicos, únicamente se pueden lograr “de manera progresiva”, supeditados al principio “orientador” de la sostenibilidad fiscal. Contrariando su propia jurisprudencia sentada en la Sentencia C-551 de 2003, la Corte pasó por alto esa inocultable sustitución de la Constitución.
En cuanto al Estado de Derecho, caracterizado por el efectivo imperio de la Constitución y de la ley por encima de apetitos e intereses, es evidente que no está funcionando. Las normas en vigor se acomodan por la administración y otros órganos del modo que mejor convenga a propósitos de coyuntura, al paso que las disposiciones nuevas se introducen en las leyes con miras a alcanzar objetivos políticos de corto plazo, sin mayor discusión y sin observancia de los requisitos constitucionales. A sabiendas de que nada ocurrirá en la Corte Constitucional, porque, si las normas que se aprueban son impugnadas por cualquier ciudadano en ejercicio de la acción pública, es casi segura la inadmisión de la demanda porque así lo indicará el arbitrio del sustanciador, o se proferirá una sentencia inhibitoria por “ineptitud sustancial de la demanda”, y así los jueces constitucionales se habrán lavado las manos ante las violaciones de la Constitución, evitando la pesada carga de tener que leer a fondo las demandas, verificar la conformidad entre lo aprobado por el Congreso y la Carta Política, y redactar ponencias sobre temas controvertidos. No tienen tiempo. Todo lo cual conduce al absurdo según el cual, a juicio de los actuales magistrados, debe ser más fácil y expedito violar la Constitución que reivindicar ante ellos los valores, principios y reglas constitucionales para garantizar su imperio. Se sacrifica el objetivo de defensa de la Constitución por rendir culto a tecnicismos que han inventado los magistrados para disminuir tanto trabajo.
Hemos concluido, entonces, que buena parte del caótico estado que acusa el funcionamiento de nuestras instituciones se debe a la debilidad e incoherencia que se viene observando en la actividad de la actual Corte Constitucional. Está mal. Hacemos votos por su pronta recuperación.