Como lo mostraron las marchas de este 26 de julio en el país y fuera de él -al menos en 110 ciudades-, el pueblo colombiano se cansó de ser un simple espectador y quiere participar y hacer oír su voz. El pueblo rechaza la violencia, el crimen, el malévolo plan de exterminio de líderes sociales, defensores de Derechos Humanos, reclamantes de tierras, desmovilizados, servidores de la colectividad.
Muchas familias han perdido a sus seres queridos, y muchas comunidades a sus orientadores y guías, sin que se sepa cuáles son los verdaderos motivos del macabro proyecto, ni quién o quiénes lo han puesto en marcha. Según el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz), sin contar los crímenes cometidos en junio y julio, entre el 1 de enero del 2016 y el 20 de mayo de 2019, fueron asesinados en territorio colombiano 837 líderes sociales y defensores de Derechos Humanos y desmovilizados de las Farc.
Una sola muerte provocada por un ser humano es de suyo grave, y debe ser investigada de inmediato. Pero la cifra en mención no solo es alarmante y estremecedora, sino que muestra, a la vez, la capacidad criminal de las malvadas organizaciones que planean y ejecutan los homicidios y la inconcebible incapacidad del Estado y de sus organismos competentes para poner freno al baño de sangre que nos conmociona internamente y nos avergüenza ante el mundo.
Como lo señala el artículo 2 de la Constitución, la primera y más importante finalidad de las autoridades consiste en proteger la vida e integridad, los derechos, creencias y libertades de todas las personas residentes en Colombia, sin ninguna clase de discriminación.
El derecho a la vida es sagrado. Es el primero y básico de todos los derechos. Nuestro sistema jurídico y el Derecho Internacional lo conciben como inviolable. Por eso, aquí no existe la pena de muerte. Pero sin embargo, en la práctica, la están decretando y aplicando –a ciencia y paciencia del Estado- organizaciones criminales que quieren “castigar el delito” de reclamar los derechos y buscar la paz.
La defensa de la vida debe ser un propósito nacional, y garantizarla es una obligación del Estado. Como lo decíamos en reciente columna radial, cada rama del poder público, cada órgano y cada funcionario, dentro de la órbita de sus atribuciones constitucionales y legales -Gobierno, Fiscalía, autoridades locales, jueces, organismos oficiales de inteligencia y seguridad, fuerza pública- , debe actuar de manera coordinada, con la colaboración de la ciudadanía, para prevenir los crímenes y para asegurar que los criminales -autores materiales y autores intelectuales- paguen por los que han cometido.
Que no sea una proclama, ni un discurso, ni una promesa de campaña, sino una verdadera política nacional, trazada y ejecutada con decisión y firmeza.