Una empresa construye una represa sobre un río. De pronto las cosas se salen en parte de control y no hay más medio que secar el caudal por unos trayectos largos. ¡Un río controlado por una empresa! ¿En qué momento una sociedad, una nación, un Estado y sus gobiernos, permiten que un ente termine siendo el que maneja un río que mide cientos de kilómetros y alrededor del cual se mueve todo un mundo humano, animal, vegetal? Proyectos gigantescos que siempre tienen el peligro de llegar a ser superiores en fuerza a sus creadores y que terminan imponiendo condiciones que no se pueden rechazar pues existe el riesgo de catástrofes inimaginables.
Es necesario, siempre que se plantea un proyecto ideado por seres humanos, fijarse en las dimensiones que tendrá, pues a partir de cierta medida, su control puede ser muy precario. Y en el medio se juega la suerte de personas, de la naturaleza, de las finanzas públicas o privadas.
La historia es tan antigua como la humanidad. Faraones, emperadores, reyes, caciques, papas, empresarios y muchos otros de la misma especie, han visto surgir, permanecer y sobre todo caer sus propias creaciones. Quizás la famosa torre de Babel era un anuncio universal acerca de la suerte del gigantismo, entendido incluso como desafío al único que tiene todo poder y que es Dios, llamado el Omnipotente, el Todopoderoso.
Parece ser inevitable que quienes han engendrado creaturas de dimensiones colosales, en el fondo no los motive cosa diferente que verse reflejados en ellas y como seres sin límites y de poderes omnímodos. Y aquí está el problema: demasiado grande, demasiado peligroso, pues el control sobre lo gigante es casi que imposible. ¡Cuántos delirios de grandeza se esconden, aunque sin mucho éxito, en ciertas obras humanas descomunalmente gigantes que después no se sabe cómo controlar!
El papa Benedicto XVI, en su obra sobre Jesús de Nazareth, escribía que todo lo que es demasiado grande debe volver a una natural y sencilla pequeñez. Son unas líneas que me hacen pensar que las escribió en la soledad de su oficio papal, al ver el tamaño gigante de la Iglesia, de los grandes poderes políticos y económicos del mundo, de las corporaciones, todo lo cual se convierte en causa aplastante de los seres humanos pues su control es prácticamente imposible. Jesús mismo, contemplando el soberbio templo de Jerusalén construido por Herodes, profetizó que no quedaría de él piedra sobre piedra. Y llegó el año 70 en que toda la ciudad santa fue demolida y no quedó sino un lamento que se prolonga hasta nuestros días.
¡Cuánta precaución hay que tener con todo lo que es infinitamente superior al ser humano en fuerza y poder! ¡Cuánta precaución respecto a las personas con delirios ilimitados de grandeza! Al lado de ellos, como a la sombra de los grandes árboles, no suele crecer nada ni nadie y cuando sus ramas se desgajan, aplastan. Nunca nos deberíamos olvidar de cuánta fuerza realmente tenemos y qué es lo que podemos controlar de verdad. Lo que pase de allí ya se convierte en peligroso para uno mismo y para los demás.