La reciente sentencia de la Corte IDH tiene profundas consecuencias sobre el derecho disciplinario en nuestro país y en todo el continente. Como la sentencia condena al Estado colombiano por la violación al artículo 23.2 de la Convención Americana de DD.HH, la atención del gobierno debe centrarse en el análisis de la providencia y especialmente en sus alcances, como que dispone la competencia exclusiva de Juez Penal para sancionar a servidores públicos de elección popular, y ordena al estado modificar su ordenamiento jurídico, juzgado incompatible con la norma convencional.
La Corte IDH, en atención a la petición de Gustavo Petro, después de 51 años se percató de la supuesta incompatibilidad de las normas constitucionales y legales colombianas con la Convención Americana de DD.HH, a pesar de las muchas peticiones, en igual sentido, que por décadas no han merecido la atención de la CIDH. Inquieta la extensiva y desmesurada comprensión que hace de sus competencias de interpretación y aplicación de la Convención, que no se compadecen con los estándares internacionales vigentes. Desdeña las interpretaciones sistémica y teleológica de los tratados internacionales, que no se limitan al examen de su texto, de 1969, sino que incluyen diversos tratados posteriores sobre la misma materia para ajustarlos a los cambios sociales y a las nuevas realidades, con el fin de lograr un entendimiento coherente de la actualización del derecho internacional público.
Por otra parte, la norma del artículo 23.2 de la Convención es extraña a la inmensa mayoría de los ordenamientos jurídicos de los Estados Miembros y contraria a las normas de las Convenciones contra la Corrupción de la OEA y de la ONU. No debe ignorar la Corte que, por similares decisiones, el Tribunal Europeo de Justicia se ha visto enfrentado a fundados desacatos a sus fallos que minan su credibilidad y respetabilidad y deterioran el sistema de justicia.
El Sistema Americano de DD.HH vive una crisis que se evidencia también en la indolencia de la CIDH, que demora hasta un decenio la admisibilidad de las peticiones, sin consideración a su carácter de urgencia, que solo interrumpe cuando comparte credos ideológicos, y que, además, se transluce en el insólito reto que hoy plantea a las indiscutibles competencias del Secretario General de la OEA. Tal como funge hoy, la CIDH asume la condición de parte que solo debería ejercerse por la víctima, sin intermediación, porque solo a ella le asiste la legitima pretensión a la restitución de su derecho y a la reparación consiguiente.
Colombia debería promover el protocolo de reformas a la Convención que fortalezca el Sistema de DD.HH en América. En el sistema europeo se suprimió la Comisión en 1998, lo que favoreció la celeridad en la atención de los derechos vulnerados. Sería oportunidad para hacer claridad sobre el alcance de la interpretación, que no puede ni debe extenderse a “crear derecho o a “desarrollar la Convención, sino solamente a interpretarla, como reza su mandato.
La elección de Margarita Cabello constituye aporte sustancial a esta tarea.