DIANA SOFÍA GIRALDO | El Nuevo Siglo
Viernes, 3 de Mayo de 2013

Golpismo

 

Ojalá nuestra política internacional no sea otra víctima de zafarranchos, como el que se armó en pleno recinto de la Asamblea Nacional de  Venezuela.

Porque si violamos el sabio principio de no intervención en los problemas del vecino, quedaremos inevitablemente envueltos en las pugnas políticas internas que afectan la democracia en ese país. Sobre todo en medio de un proceso de paz, en donde el presidente Chávez se empeñó en ser factor actuante hasta que, después de muchos vaivenes, el Gobierno  colombiano terminó llamándolo. Con una circunstancia  inesperada: se invitó a Hugo Chávez y nos llegó Nicolás Maduro.

 

En vísperas de las elecciones, Gobierno y oposición nos pidieron a  los colombianos que  ni remotamente se nos ocurriera inmiscuirnos en asuntos que decidirían en las urnas. Y tenían toda la razón al solicitar respeto por su autonomía.

Pero no entremeterse no significa cerrar los ojos ante  quienes nuestro Gobierno colocó en sitio destacado de las conversaciones sobre paz. Y nos referimos solo a sus maneras de proceder, porque las ideas y propósitos que inspiraron al impulsor del Socialismo del Siglo XXI  fueron expuestas, desde hace años, con palabras y acciones que expresaban de modo inequívoco su simpatía por las Farc.

Las imágenes de lo sucedido en el propio recinto de la Asamblea Nacional y los rostros ensangrentados de diputados de la oposición, nos muestran qué les sucederá a quienes no apoyan el gobierno de Maduro. Los pómulos rotos y las narices quebradas les dicen a los diputados heridos  y a la opinión internacional cómo se ventilarán los desacuerdos.

Y lo más grave es que, si nos atenemos a las cifras oficiales, en desacuerdo está por lo menos la mitad de la población. ¿Le conviene a Colombia avalar esos comportamientos y sanear, por anticipado, el recuento de votos que, en últimas, resultó no ser recuento sino “auditoría” y no del total sino de una parte?

En una institución creada para que el pueblo elija sus voceros precisamente para hablar de modo civilizado, razonar, buscar acuerdos, solucionar discrepancias, legislar y ejercer el control político de otras ramas del poder, el derecho al uso de la palabra es sagrado. Sobre él se asientan la razón de ser y la utilidad de los parlamentos. Negárselo a uno de sus miembros o, lo que resulta peor, a los diputados que representan a la mitad del país, es exigirles que se conviertan en comité de aplausos. Pierden  por completo su razón de ser. Hace        tres siglos y medio, Oliver Cromwell fue más franco: colgó en la puerta del Parlamento inglés un cartel que decía “se alquila”.

Por eso son en extremo peligrosas las actitudes complacientes ante ese tipo de violencia, y más aún  si parecen ser un aval en blanco al golpismo físico en medio de las curules. Recordemos, además, que esos malos ejemplos se contagian. ¡Dios nos libre de sufrir en      nuestras cámaras agresiones de esta clase, que convierten el recinto legislativo en un golpeadero!

Sería muy triste tener que darle este nuevo significado a “golpismo”, cuando se extienda el uso de esta palabra al tratamiento que debe recibir la oposición en las corporaciones públicas de una democracia.