Del dicho al hecho
Si todas las leyes se cumplieran estrictamente, Colombia sería lo más parecido al paraíso terrenal. Las normas legales son en verdad magníficas. Su puesta en práctica, deplorable.
Una especie de maldición burocrática transforma la excelencia de la intención y la bondad de los textos en una triste frustración. Y, para colmo de males, ese virus deteriorante no solo penetró hasta la médula de la burocracia oficial sino que hizo metástasis al sector privado, el cual, de tanto sufrir las desfiguraciones en la administración pública, se contagio del mal, para desgracia del pobre ciudadano que siempre es su víctima final.
Así ocurre con la ley que elimina gran cantidad de trámites inútiles. Sus artículos simplifican la tramitología oficial. Sin embargo, tan pronto entra en vigencia, los particulares se inventan la suya.
La exigencia de unos papeles innecesarios y la consiguiente demora frente a las ventanillas representan un inconveniente menor para quien ocasionalmente pasa por ese pequeño viacrucis. Pero sumado lo que significa para quienes deben repetir el proceso como parte de su actividad ordinaria, se convierte en un atropello continuado y en un costo que termina siendo exorbitante. Para no ir más lejos, los trámites que se deben adelantar en los puertos encarecen los productos traídos del exterior y les quitan competitividad a nuestras exportaciones.
¿Hay un valor agregado en ese papeleo? No, solo un encarecimiento injustificado. Los gastos causados por demoras y bodegajes son, muchas veces, mayores que el precio pagado al productor y aumentan sustancialmente lo que se le cobra al consumidor final.
Aunque parezca absurdo, es frecuente el caso de productos cuyo costo se incrementa más por el tiempo que pasan encajonados entre un camión y arrumados en una bodega, haciendo cola para completar los trámites de embarque, que cultivándose en el campo o procesándose en la fábrica.
Este es apenas un caso puntual de los miles que se repiten a cada momento, de modo que no pasa un día sin que el colombiano deba sortear uno o varios episodios llenos de requisitos que no tienen razón de ser.
La ley antitrámites encaró el problema. Lamentablemente, a pesar de ser muy claras sus disposiciones, la aplicación inicial nos demostró que la actividad privada presenta un altísimo contagio.
La ley, por ejemplo, eliminó las autenticaciones que no son indispensables y la presentación de certificaciones y documentos inoficiosos. Pero ahora los exigen entidades privadas, pequeñas y grandes, como requisito indispensable para prestación de servicios o compras y ventas insignificantes. Piden identificaciones, huellas dactilares, constancias y sellos proscritos en virtud de la ley, y con todo ello tejen su propia maraña de trámites. Se quieren convertir en inventoras de papeleos nuevos, sin darse cuenta del perjuicio que causan, comenzando por el que se ocasionan ellas mismas.
Lo que en otros países es una oportunidad para ganar clientes gracias al buen servicio, aquí se vuelve una coyuntura para montar minúsculos imperios con exigencias abusivas. O si no ensaye hacerle una solicitud cualquiera a las empresas privadas de servicio público, o pedir que se agrande la letra menuda de los contratos de adhesión, o hacer efectiva la garantía de un artículo defectuoso o, simplemente, intente que le devuelvan el cambio cuando paga el pasaje en un bus.
Y si esto ocurre en las incidencias menores ¿qué sucederá con la aplicación de leyes como la de Víctimas o la de Restitución de Tierras?