Desarmar las almas
Sobre los orígenes de la violencia se ha escrito mucho, como muchas son también las luchas que se han emprendido para terminar la racha de acciones que dejan a su paso sangre, dolor y muerte. Hay causas estructurales y otras coyunturales, que generalmente tienen que ver las primeras con un sistema económico inequitativo, falta de oportunidades escolares y laborales, violencia intrafamiliar, convulsionados entornos sociales, entre otras cosas, y con calenturas de momento las segundas. Los encargados de las estructurales son los gobiernos y los sectores dirigentes. Y ojalá hagan lo que tienen que hacer. Las coyunturales entran en los ámbitos personal y doméstico y son en las que los ciudadanos de a pie podemos tener injerencia.
Hambre y violencia no necesariamente van de la mano, como tampoco las escasas alternativas de desarrollo social y las acciones en contra de otros. Sin embargo, no es lo mismo decirle a una persona de condición socio-económica y cultural alta que desarme su corazón que a otra que no ha comido y tampoco ha tenido con qué alimentar a sus hijos. Posiblemente la primera esté en más capacidad emocional de hacerlo o, al menos, con las necesidades básicas más que satisfechas tenga cabeza y corazón para canalizar las rabias que a todos los seres humanos nos aquejan.
La violencia implica necesariamente algún grado de frustración, que no se sabe ni asumir ni canalizar. Cuando tenemos actitudes violentas nos cerramos a la comprensión del otro o de las condiciones que generaron esa incomodidad que sentimos. Nos cegamos, no vemos el panorama completo y cancelamos las emociones de amor y empatía. Eso nos ha venido ocurriendo desde las pataletas de la infancia, generadas por el revés del momento; pero a medida que vamos creciendo –y nunca dejamos de crecer como seres humanos– podemos permitir el flujo de aquello que nos frustra: dejar ser, dejar estar y dejar pasar.
Quienes en nuestra cotidianidad tenemos la fortuna de contar con lo básico cubierto estamos en capacidad de abrir nuestra consciencia a reconocer lo violentamente que podemos actuar en un momento dado. Seguiremos sintiendo rabia, por supuesto, porque somos humanos. Y también podremos enfadarnos más de la cuenta. Pero si tenemos consciencia de lo que nos pasa, podremos superar más fácilmente el enojo y generar ambientes de respeto y tolerancia. Ese es el proceso del desarme de las almas, ir aprendiendo a reconocer la rabia sin identificarnos con ella. Yo no soy la rabia, ella está de visita, y como llegó se puede ir. Si logramos aprenderlo en lo personal lo podremos aplicar en lo familiar y comunitario, lenta, pero certeramente. Al desarmar nuestras almas, en lo personal, habrá menos espacio para las armas reales. Utopías.