Soltar el pasado
“Seguimos rumiando lo que ya no tiene nada que ofrecernos”
UNA de las cuestiones más difíciles de superar es el apego. Los seres humanos nos solemos quedar pegados y anclados al pasado, viviendo en él, tal vez haciendo eco de esa frase de cajón que nos intenta convencer de que todo tiempo pasado fue mejor. Muchas veces no nos damos cuenta de los lastres que arrastramos, pero en otras ocasiones de manera consciente nos empeñamos en traer el pasado al presente y, aún más, proyectarlo al futuro. Creo que el pasado sólo sirve para una cosa: aprender de él las lecciones de la vida, bien sea desde los errores o desde los aciertos. Para nada más.
También se suele escuchar que el pasado no perdona. Esta visión lleva implícita una culpa y una condena, muy probablemente desde la concepción de un dios castigador, que tarde o temprano pasa la cuenta de cobro sobre nuestras acciones. La culpa, que es tal vez el más nocivo de los sentimientos, no permite el aprendizaje.
Hace uno años, haciendo un acompañamiento a hombres recluidos en la Cárcel Distrital, tuve ocasión de hablar con varios de ellos que no tenían reparo en decirme que una vez salieran volverían a delinquir. Muchas culpas y condenas sólo terminan sirviendo para generar más resentimiento, sin aprendizaje, y para alimentar la idea de una justicia en últimas inocua.
Posiblemente sea más constructivo decir que las acciones del pasado tienen consecuencias en el presente. Ya sean esas acciones consideradas “buenas” o “malas”, si somos capaces de asumirlas responsablemente, nos servirán para aprender. Y cuando aprendemos, podemos dejar el pasado atrás, dándole sentido a través de los aprendizajes generados. Pero para ello, es necesario tomar decisiones conscientes sobre la importancia de dejar el pasado donde le corresponde, atrás, pues el pasado es imposible de modificar. Sí podemos cambiar la forma de relacionarnos con eso que pasó, que puede generar rabia, dolor, angustia y desazón. Esa es una elección personal, que no guarda relación directa con las acciones que otros hayan tenido con nuestras vidas. Siempre tenemos el poder de decidir sobre nuestras emociones, aunque a veces ese poder parezca envolatado u olvidado.
Los apegos son excusas para no vivir en presente. Nos apegamos a nuestras acciones o acciones de otros, sin darnos cuenta de la cárcel interior que estamos construyendo. Por supuesto que también hay apegos físicos, a cosas o personas, porque nos cuesta trabajo comprender que las cosas y las personas cumplimos ciclos, y que no tiene sentido postergar lo impostergable. ¿Vale la pena seguir masticando un chicle por cuatro horas, cuando el sabor se terminó en los primeros diez minutos? Muchas veces seguimos rumiando lo que ya no tiene nada que ofrecernos. Podemos aprender a soltar.