Dos años después de su elección a la presidencia, Petro ha logrado encarnar el último eslabón de un sistema democrático a la deriva. Elegido para el cambio, en poco tiempo no supo sino acentuar las dificultades insolutas que carcomían el régimen y potenciar los defectos y las complicidades del ejercicio de la política que había prometido sepultar. Hoy el sistema aparece menguado a los ojos de los colombianos y sin horizonte que permita vislumbrar su posible recuperación.
Los partidos políticos renunciaron al papel que les correspondía y navegan desunidos, sin otra meta que la complacencia de los personales intereses de sus dirigentes y representantes, la mayoría de ellos divididos cuando no atomizados por la procura de las ventajas que la crisis del régimen les pueda dispensar, y afectados por el radicalismo extremo del pacto histórico que hace imposible la concertación en los temas esenciales para la satisfacción ciudadana y la recuperación de los pilares de la democracia.
El mentado cambio se convirtió en la exacerbación de los males del pasado con su cortejo de escándalos, de ineficiencias administrativas que se traducen en reiteradas incapacidades de ejecución, aún de los menos complejos proyectos, que siembran desesperanza en los ciudadanos y erosionan la democracia hasta el punto de dudar las gentes de su legitimidad para responder a sus anhelos de libertad y prosperidad.
La crisis que padecemos quizás supere a las que hemos confrontado en el pasado, no solamente porque se expande en un escenario que clama por cambios que parecen ajenos al debate público, sino también porque además de engalanarse con mentiras y desvaríos por parte del gobernante de turno y de incapacidades notorias en la desmembrada oposición para fijar horizontes y caminos que ofrezcan esperanzas de resolución, se acrecienta el sentimiento de padecer las disonancias de un estado fallido y de una sociedad impotente y desunida. Cada crisis, siempre irresoluta, pareciera condenarnos a vivir en la añoranza de los cambios que no supimos construir.
En las últimas cinco décadas hemos fallado en la consecución de la paz, que se nos ha convertido en la pérdida de soberanía y de control territorial en vastas regiones del país, al amparo de concesiones que paralizan la actividad legitima de la Fuerza Pública. En vez de lograr aclimatar concordia y reconciliación las negociaciones en curso les han dispensado carta blanca a los nuevos supuestos insurgentes para empoderarse con los réditos que ofrece el narcotráfico, la minería ilegal, el secuestro y la extorsión en los vastos territorios que hoy controlan.
La improvisación, la ineficiencia y el radicalismo que caracterizan al presidente y a los altos funcionarios provenientes de su escuela y cantera ideológica, han convertido la tarea de gobernar en pasa tiempo estéril que desconoce los imperativos de las realidades que nos avasallan y en un inútil ejercicio que ni el más avezado gobernante ha logrado resolver, cuando incurre en él, a lo largo de la historia. El histrionismo, para alcanzar algún resultado, debe comportar altas dosis de realismo para no caer en payasada, a la que nos quiere acostumbrar nuestro aprendiz de brujo.
Su tarea es otra, la deconstrucción creativa, que le dicta su catecismo ideológico en boga hoy en un mundo desconcertado por la crisis de la democracia que pareciera cansada e indefensa ante la arremetida del progresismo totalitario que hoy inocula universidades, organizaciones internacionales y que en América Latina ha convertido a los países que la practicaron en laboratorios para procesar pobreza y represión. No confiemos en que la errática pobreza ejecutiva de Petro haga de nosotros una excepción.