Un mes después del inicio de la nueva legislatura sorprende la insólita inactividad del gobierno para presentar los proyectos de ley anunciados y supuestamente concertados con las diferentes bancadas del Congreso. Por el contrario, el presidente ha insistido en sus acostumbradas diatribas que han dificultado convenir con las distintas fuerzas políticas los ejes principales de las diferentes iniciativas, limitándose a buscar efectos propagandísticos que han despertado más inquietudes y zozobras que interés y tranquilidad.
A pesar de la febril actividad del ministro del Interior, no se ha logrado disipar el sentimiento de que el manido acuerdo nacional, nuevamente propuesto, ha sido utilizado como instrumento para sofocar escándalos recurrentes y desvaríos del presidente, que suele acompañar de injurias y ofensas en contra de sus opositores, que lindan con la incitación al odio entre los colombianos.
Sensatas y comedidas han sido las respuestas de los ofendidos, proclives a la búsqueda de soluciones a los problemas nacionales más que a disputas innecesarias con las que el presidente pretende aminorar sus personales deficiencias en las tareas que le corresponden como presidente de la República. Ni siquiera los reiterativos problemas de corrupción que afectan al presidente, sus familiares y a algunos miembros del gobierno, ni las acusaciones infundadas a diferentes organizaciones de la empresa privada, han conseguido que los distintos sectores de la vida nacional desistan de explorar acuerdos con el gobierno que son urgentes para impedir el declive de todos los indicadores económicos y sociales del país.
El último ejemplo ha sido el acuerdo logrado por el sector bancario con el que se sustituyeron las intenciones de imponer inversiones forzadas, de tan funestos resultados en la América latina, con el “Pacto por el crédito” que direccionará el crédito hacia sectores productivos en $55 billones en los próximos 18 meses, confiando, con temores explicables, en la capacidad del gobierno en su debida ejecución.
No obstante, la incertidumbre no amaina ad portas del trámite de sus principales proyectos de ley, que no han sido siquiera objeto de mínimos intentos de concertación y que por ello suscitarán ásperas controversias, como que parecen un catálogo de las pretensiones de hacer del estado el único dispensador y guardián de todos los bienes, servicios, prestaciones y de derechos en la sociedad. Pareciera la formulación tardía y desueta de Lenín y Mussolini y de sus sucesores ideológicos que siempre pregonaron y practicaron la hegemonía estatal en la vida de las naciones, con los resultados desastrosos por todos conocidos.
Confiar en el Congreso se nos ha convertido en un acto de fe de difícil cumplimiento.
La degradación de la política ha erosionado la unidad de los partidos y la vigencia de sus postulados, y convertido a no pocos de sus congresistas en limosneros de las dádivas gubernamentales. Y es en los hemiciclos del Congreso en donde se elegirán los nuevos magistrados de las Cortes Constitucional y Suprema, garantes de la democracia, y se escogerá el nuevo Procurador, vigía del respeto de los derechos humanos y de la probidad de los funcionarios públicos. Podríamos estar jugándonos la supervivencia de la institucionalidad democrática, en vilo por las amenazas a la vida de los magistrados y la renuencia del ejecutivo a cumplir con los fallos que considere adversos a su pretensión de control de todo el andamiaje institucional del país.
Confiamos en que los presidentes de Senado y Cámara logren inducir a los partidos a la recuperación de los deberes que les asignan la Constitución y las leyes en el sistema democrático.