Hoy está invitado el país a fusilar moralmente a un grupo de posibles corruptos. No me hago muchas ilusiones. Estos siete condenados son apenas una pequeña muestra de una cultura nacional que ha ido arraigando sin mucha resistencia en casi todos los estamentos sociales. La consigna es conseguir plata, mucha plata, a como dé lugar. No importa de dónde nos haya venido esta pésima costumbre que se torna en delito apenas se ejecuta.
Lo grave es que en realidad hay una especie de mirada complaciente de la mayor parte de la sociedad, aunque nos rasguemos las vestiduras, en aparente desacuerdo. Al 99% de los colombianos el tema del dinero los agobia incesantemente y no es extraño, entonces, que a punta de vivir apretados a muchos se les ocurra pensar que el camino más expedito para tener lo necesario y un poco más es ser creativos y aprovechar las oportunidades que se presenten, sin hacerse preguntas éticas o morales.
La corrupción más sonada es la que se da en torno a los recursos públicos. Pero lejos está de ser el único tesoro que se saquea en la nación. De tanto en tanto llegan los informes de los dineros que se pierden en organizaciones y empresas. Hemos sabido de sustracción en universidades públicas y privadas. A los grandes grupos económicos de vez en cuando alguna “persona de bien” los tumba. Extranjeros vienen en ocasiones proponiendo castillos de muchos pisos que nunca se acaban de construir y el dinero de los inversores se esfuma para siempre. Los corredores de bolsa siempre tienen un periodo de exhibición de malas prácticas por algún “yupie” que delira con el dinero ajeno. En cada temporada de vacaciones nos enteramos de venta de pasajes y hoteles ficticios o del arriendo por internet de fincas que solo existen en fotografías. Y cuántas historias hay de socios que se volaron con la plata de sus colegas. ¿Corrupción solo pública? Quizás pueda ser la menos grave.
Muchas teorías e hipótesis tratan de explicar este desbarajuste moral en que vivimos en Colombia. La cultura narco que no tiene límites y mucho menos preguntas éticas. La pobreza que es tan difícil de superar en periodos relativamente cortos. Los antipáticos contrastes entre los que tienen todo y mucho más y los que apenas sí tienen asegurado el desayuno. La ostentación de los que tienen dinero y propiedades y que terminan por provocar acciones ilícitas en quienes los ven a diario en una opulencia verdaderamente provocativa. Y quién sabe qué más cosas llevan a que en un momento determinado o en muchos momentos alguien decida pensar que hay que robar a manos llenas, dejando de lado cualquier escrúpulo de conciencia. No creo que unos votos les muevan mucho la conciencia, en el caso de que la tengan, a quienes roban por oficio. Por allá en los comienzos de la escritura un tal Moisés se presentó con unas lajas de piedra y en ellas en algunos garabatos escribió: “no robar”. Era una orden divina. Pero la gente decente ha pedido que no metan a Dios en estos temas.