Los símbolos patrios representan la vigencia de los valores políticos más fundamentales de las sociedades que los abrazan. Para los patriotas cívicos, son un recordatorio de los grandes avances de sus países, de los sacrificios que estos exigieron, y de la necesidad de defender lo logrado como base necesaria para cualquier avance futuro. Para los demagogos, son un estorbo, pues representan la existencia de una sociedad previa a su mandato, con un propósito superior al de sus vanidosas ambiciones.
Algunos símbolos pueden ser sujetos a la apropiación y reinterpretación maliciosa, como lo fueron la bandera y el himno de Cuba durante la tiranía castrista. Pero cuando el símbolo representa principios explícitamente contrarios al proyecto demagógico, se vuelve blanco de exterminio. Por eso fue que el extremismo colombiano, en 1976, rebautizó la plaza principal de la Universidad Nacional, cambiando la imagen de Francisco de Paula Santander, gran liberal y civilista, por la del Che Guevara, guerrillero sanguinario y despiadado. Por eso mismo, el extremismo colombiano ha decidido emprender el ataque contra nuestro escudo nacional, cuyos elementos básicos datan del gobierno de Santander y sólo fueron modificados, brevemente, por un dictador.
Sus bellas cornucopias, una de oro y otra de frutos tropicales, nos recuerdan que vivimos en un país naturalmente abundante y potencialmente rico. Nunca correspondieron a una gran riqueza económica, pues alrededor de 1834, cuando nuestro escudo fue diseñado, los ingresos per cápita del país eran menos del 6% de lo que son hoy. Las cornucopias no representan un gran botín a ser saqueado y redistribuido, sino una tierra privilegiada para la producción, bautizada la Nueva Granada hace cinco siglos, cuyos frutos los colombianos debemos perfeccionar y compartir con el mundo.
Su gorro frigio, símbolo ancestral de la manumisión de los esclavos en la antigua Roma, se convirtió en la Ilustración en un símbolo de libertad nacional a lo largo y ancho de América. Lo adoptaron en su momento los Estados Unidos, Centroamérica, Argentina y la Gran Colombia, todos proyectos políticos unidos por su oposición al absolutismo y su compromiso con la libertad republicana. La Colombia de hoy debe recordar que es heredera y representante de ese proyecto.
El istmo de Panamá y el cóndor andino representan la dualidad única de nuestro país en Sudamérica. Desde nuestros puertos se pueden abarcar ambos lados del istmo, por lo que contamos con oportunidades únicas en el continente de integración comercial con el mundo. Por otro lado, nuestra ave nacional vuela sobre los Andes majestuosos, montes que hemos conquistado como ningún otro pueblo latinoamericano. Tres de las cinco ciudades más importantes de la cordillera - Bogotá, Medellín y Cali- son colombianas. El cóndor y el istmo reflejan, entonces, la magnífica dualidad de nuestro país, excepcionalmente bien adaptado a mirar hacia el mundo sin olvidar su interior.
Quizás el elemento más indispensable del escudo es su lema: Libertad y Orden. Estas palabras no excluyen la noción de la justicia, un término tan importante pero tan nebuloso y fácil de tergiversar, sino que constituyen el tipo de justicia al que debemos aspirar como sociedad. El Estado colombiano debe defender el mayor orden posible que sea consistente con la libertad y la mayor libertad posible que sea consistente con el orden. Cualquier noción de la justicia contraria a esa libertad o ese orden debe ser rechazada por el grueso de la población y la clase política colombiana. Nuestro escudo es un simple recordatorio de ello. Por eso es tan importante defenderlo.