La corrupción, de diferentes clases, es un mal mundial, ha existido a través de los siglos, la protuberante se relaciona con el afán de enriquecimiento ilícito. Se enquista en el sector público y en el privado, adquiere proporciones alarmantes en el primero, el Estado es el principal financiador de los corruptos, dispensador de favores, otorgante de contratos, tranquilamente se pasa de ser funcionario a representante de empresas oferentes de bienes y servicios.
El servidor público altera su misión, carece de ideología, la crisis de los partidos permite alianzas para obtener lucro indebido, a altos cargos llegan personas repitiendo o estrenando puesto con torvas intenciones, se incrustan en las ramas del poder comprometidos a negociar adjudicación de licitaciones, participación en actuaciones administrativas y aprobación de sobrecostos a cambio de coima. Lo hemos visto en los últimos años, por ejemplo en el llamado “carrusel de la contratación” orquestado por un alcalde de la capital, en complicidad con el Contralor y varios Concejales, se muestra patente en el escándalo de la firma brasilera Odebrecht.
El problema es institucional y humano. En el país el concepto de honorabilidad ha venido a menos y lamentablemente, a nivel nacional, departamental y municipal el foco de los negociados se concentra en ciertos funcionarios públicos que disponen de mecanismos sofisticados para defraudar y es equivocado individualizar el problema o tratarlo por donde no es, reducir la cruzada anti corrupción que debe congregar a todos los colombianos al cruce de dardos verbales entre jefes de movimientos que arrancan la campaña electoral.
Con cursos pedagógicos sanear mentalidades retorcidas resulta imposible y los millones de colombianos que no trabajan con el gobierno, quienes ni siquiera tienen empleo mal pueden formar parte de las organizaciones de inescrupulosos que saquean el erario. La corrupción no se erradica convocando a un plebiscito, en el cual la mayoría de los ciudadanos votaría en su contra, con incremento del gasto y del déficit fiscal sino corrigiendo prácticas insanas. La “reforma tributaria estructural,” en buena medida, obedece a la necesidad de tapar huecos abiertos por inmorales. La aprobación de leyes en favor de compadres, el incremento de penas, las propuestas de estos días de falsos mesías son indeseables.
Urge reorganizar los partidos, los mandatarios deben acertar en la escogencia de sus subalternos, los nominadores cuidar la dignidad de la administración, la estructura del Estado la define la Constitución, en la práctica la integra la burocracia, dependemos de empleados no poseedores de los méritos que les atribuyen. Queremos investigaciones conducentes al castigo de los delincuentes, que el Estado no siga financiando la corrupción con el dinero de los contribuyentes.