Uno de los argumentos más fuertes con los que se defiende la negociación de La Habana es que con ella termina la violencia política. He dicho que no considero ninguna violencia como política, sin embargo en aras de este artículo vamos a explorar esa idea.
Violencia política es aquella que, según dicen, se comete con causas altruistas, como la equidad social o ideas filosóficas e incluso religión. La característica que la definiría es que parte de la sociedad la reconoce como tal. Es decir, la justicia por ejemplo, puede tender a privilegiar esas posturas, y por lo tanto, proferir fallos que reconocen ciertos crímenes como políticos, y les otorga tratamiento diferenciado. Si fuera cierto que con la entrega de armas de las Farc termina la violencia política, habría que esperar que la sociedad no aceptará ningún otra manifestación violenta con explicaciones políticas, y que por lo tanto las condenas para cualquier crimen fueran severas, sin importar su contexto político y con los ojos vendados sobre las motivaciones que inspiraron al delincuente.
Sin embargo, este no es el caso de Colombia. Nos queda el ELN, para empezar. Antes era una banda en la vía de la desaparición, hoy en cambio una organización violenta de gran poder de acción. En muchos sentido se explica porque ha heredado los negocios ilegales que antes hicieron fuertes a las Farc. Y sabemos que tiene aceptación dentro de la Nación como organización política violenta, pues ya tiene una mesa de negociación con el Gobierno. Esta sola existencia estaría diciéndonos que la violencia política aún no encontrará fin en nuestro país. Por eso, sostienen muchos que la finalización de la negociación con el ELN es el premio mayor, pues ese si sería el fin del conflicto. Pero aquello tampoco es cierto.
La bomba en el centro comercial Andino a nombre MRP, un nuevo grupo de violencia que se autoproclama político, es el primer síntoma. En principio, podría pensarse que no pasará de eso; una autoproclamación. Sin embargo, la decisión del juez de garantías que 24 horas antes del atentado liberó a quienes portaban explosivos, cable, planos; nuestra que ellos también serán reconocidos como políticos de la violencia. Aún con la desarticulación de el MPR, sobreviene la cuestión de otras organizaciones. Se dice que son sólo bandas criminales y que por lo tanto no supondrán un desafío real para el Estado. No parece acertada la apreciación, pues ya muchas empiezan a utilizar motivaciones políticas: “autodefensas gaitanistas” parece ser el envoltorio político del clan del golfo (Úsuga) con el que esconden su criminalidad bajo la filosofía de la defensa del pueblo colombiano. No tardará mucho para que algunos sectores así los empiecen a reconocer.
La cuestión, para mí, es que mientras haya espacio en una sociedad para aceptar crímenes como políticos, habrá siempre criminales buscando refugiarse bajo esa figura. No importa el inicio de los sucesos; si al principio eran realmente políticos y luego se pervirtieron con el narcotráfico, o si eran meramente criminales y luego se purificaron con ideología. Colombia debe rechazar todas las violencias. El monopolio de las armas es del Estado y la justicia debe ser un aliado infranqueable. Ningún colombiano debe ser vulnerado en su vida, bienes y honra; y si llegara a serlo, la justicia debe actuar con toda contundencia. Solo así, será posible una reducción real de la violencia.