El simpático Marinero que devoraba espinacas y se convertía en un Superman “avant la lettre” cumplió 91 años salido de la imaginación de Crisler, pero este es otro asunto.
El Popeye colombiano era el alias usado por el jefe de sicarios de Pablo Escobar. Ejecutó sin discriminar con sus escuadrones a centenares entre ellos jueces, policías, políticos y personas del común. Así lo muestran con delicada sensibilidad estética las películas de ametralladora realizadas por sus detractores norte americanos, leales consumidores de sus insumos.
En fin, Popeye purgó su condena y una vez libre adhirió con vehemencia al movimiento del caudillo Uribe Vélez. Antes de morir tuvo otro problema, muy menor, con la ley por amenazar a quien considerara enemigo del “Centro Democrático”, eufemismo topográfico con el que se denomina ese partido.
Esa progresiva mejora en la conducta moral de Popeye lo previó el texto, Del asesinato considerado como una de las bellas artes, del genial De Quincey que dice: “Si uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente. Una vez que empieza uno a deslizarse cuesta abajo ya no sabe dónde podrá detenerse. La ruina de muchos comenzó con un pequeño asesinato al que no dieron importancia en su momento.”
Al morir Popeye, metido en esa prometedora corriente política, recibió un nutrido funeral en el que algunos asistentes eran deudos y otros iban a cerciorarse…
Su biografía no merecería atención fuera de los registros criminales si no fuera porque es un fractal en miniatura de la historia de occidente desde las guerras de opio en el siglo XIX. En estas guerras la China, hoy en ascenso, fue humillada y esa herida duró hasta la revolución maoísta de 1949, en la que los ejércitos rojos acabaron, a bala, los nidos de los opiómanos que como recordará el lector se crearon por la imposición británica de defender la libertad del comercio del opio, obligando a los chinos a consumirlo. Y la reacción tan drástica ante ese flagelo se debió por mucho a la humillación mencionada.
Las adicciones se han dado en todas las civilizaciones, y llegan a su auge en la etapa citadina de cada una de ellas. Por lo regular fueron tratadas como casos de higiene pública, pues la violencia produciría más muertes que el mal que se pretendía combatir, como lo hace sin éxito la cultura occidental.
Esa moralina represiva proveniente, no de Gran Bretaña que prefirió su comercio, surgió de la cepa puritana estadounidense. Por contraste Estados Unidos, cuya sociedad es más adicta que el resto del planeta sumado, con su ethos hedonista basado en la no injerencia del Estado en la libertad personal, enriqueció el tráfico criminalizándolo sin encarar su propia culposa responsabilidad. Y esa contradicción da contexto a las azarosas maromas de Popeye.