Como una daga afilada, el insulto puede herir y, en algunos casos, puede hasta causar la muerte. No son pocos los casos en la historia en que un hombre o mujer ha sido tan vituperado, humillado y maltratado por un insulto, que no han podido recupera su paz interior, su honor, su gloria y ha muerto de pena moral, hundido irremediablemente en una profunda depresión.
Por eso es sorprendente que en los últimos años el insulto se haya generalizado, al punto de que algunos gobernantes lo usan a diario y sin detente alguno. En las últimas décadas los habitantes de las Américas hemos tenido que aguantar la verborrea de algunos de nuestros líderes. El venezolano Hugo Chávez, con su vocabulario, inauguró la era de gobernantes groseros.
A su muerte, quizá por emularlo, su sucesor, Nicolás Maduro ha insultado de la manera más soez a quien se atreva a contradecirlo, o critique la catástrofe a la que ha llevado a Venezuela. El dictador venezolano es experto en insultar a líderes mundiales de todo nivel. Ultrajes a veces tan absurdos, y llevados de los cabellos, que llegan a ser risibles.
Tenemos también al presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, cuyo lenguaje desbocado deja constantemente, a su país y al mundo, perplejos. Si Trump expresara sus planteamientos de una manera menos grosera, quizá sus ideas, que parecen bordear lo irracional, sonarían menos descabelladas.
La actitud del senador, excandidato a la presidencia, ex alcalde de Bogotá, Antanas Mockus, al bajarse los pantalones y mostrar su trasero en el recinto del Senado, es un insulto al país, un acto que denigra a los colombianos.
Claro, si los líderes se expresan y actúan como patanes, ¿qué se puede esperar del resto de la clase política, donde el insulto ha encontrado terreno fértil?
La mentira, mezclada con el insulto, se ha convertido en parte del discurso diario de algunos políticos. El arma preferida de ataque. Por eso, sorprende que Gustavo Petro se haya ofendido cuando recibió un insulto, debido a un empujón de uno de sus guardaespaldas a un médico, cuando él es un experto en insultar a sus enemigos. Palabras, como “paraco” o asesino, son parte de su terminología habitual, injurias que usa sin que contengan un gramo de verdad. Claro, luego no tiene la gallardía de retractarse, como lo ha ordenado la Corte.
El agravio y la vulgaridad han permeado nuestra sociedad de la manera más desagradable. El insulto se ha convertido en parte del lenguaje usual de los jóvenes; de hecho, está generación hoy se saluda con un “hola huevón” u “hola marica”. Dos palabras tan ofensivas, que en otra época se hubieran tomado como un serio insulto.
Puede que a algunos les parezca muy “simpática” su vulgaridad. Pero realmente es una total falta de inteligencia. ¿Acaso estos gobernantes, estos políticos, estos jóvenes no encuentran una mejor manera de expresarse, de llevar un debate, de hacer un ataque político, que el uso de un lenguaje soez?
Cómo hace de falta la urbanidad, la civilidad entre unos y otros. Cuánto se ha perdido de cortesía. Hoy, la medida es por lo bajo, el más soez, el más mentiroso, el que se baja los calzones para impresionar, es una estrella. Antes, a los boquisucios se les llamaba personajes de cloaca, hoy se los llama senadores, presidentes.