SE aproximan varias elecciones de altos funcionarios, que habrán de tener a cargo la dirección de importantes instituciones y organismos públicos. Además de los cargos de elección popular y del Fiscal General de la Nación, el Registrador Nacional del Estado Civil, el Auditor General de la República, magistrados de altas corporaciones judiciales, rectores de universidades oficiales, entre otros. Y en 2020, el Defensor del Pueblo y el Procurador General de la Nación.
Lo que quiere la Constitución, y en lo que deberían pensar en su oportunidad quienes postulan y las corporaciones llamadas a elegir, es que en esas elecciones prevalezca el criterio del mérito. A examinar todos sus componentes entre los distintos candidatos se debe circunscribir su actividad.
Por mérito entendemos, en cuanto a la selección de alguien para un cargo de alta responsabilidad, el resultado de una trayectoria que merece reconocimiento y que hace a la persona digna de acceder a él. Implica un recto ejercicio de funciones previas, y la experiencia demostrada; el conocimiento de la materia sobre la cual habrá de ocuparse y la preparación para el servicio; una hoja de vida limpia; los títulos auténticos de su formación académica.
El Estado colombiano, como resulta de varias disposiciones constitucionales -que debería cumplir-, no puede seguir seleccionando a sus altos funcionarios con el criterio -hoy dominante- de la recomendación o el respaldo político; un criterio equivocado e injusto que no tiene en cuenta las hojas de vida, ni la pulcritud demostrada en cargos desempeñados antes; ni la especialidad exigida según las funciones; ni la acreditación legítima de los títulos académicos obtenidos.
Buena parte del deterioro que ha sufrido la institucionalidad colombiana en los últimos años se debe a la politización creciente en estas materias. A la injerencia del poder político o económico en los procesos de selección. Al desprecio por los elementos objetivos que configuran la trayectoria de los aspirantes. A la reiterada vulneración de la igualdad de oportunidades, toda vez que casi siempre -desde el comienzo- se perfilan como ganadores quienes tienen el mejor respaldo político, tengan o no el mérito, la formación específica, el previo comportamiento ético, legal y disciplinario; el dominio de las competencias específicas. Los aspirantes se ven obligados a recorrer oficinas y curules con el objeto de pedir apoyo, con base en la amistad, el influjo político, la familia o la palanca, y, lo peor, ofreciendo y contrayendo compromisos de carácter burocrático o administrativo -lo que a su vez genera la corrupción y rebaja la calidad del servicio público-, a la vez que los funcionarios y corporaciones que postulan o eligen se ven asediados por llamadas y recomendaciones.
Un sistema contrario al objetivo de la excelencia, que debería ser prioritario. Se debe imponer el criterio del mérito, que es el democrático.