Llega a Colombia el Sumo Pontífice. Y aunque la intención del Gobierno al invitarlo no sea otra que la de obtener un respaldo internacional más -desde luego, desinformado- para el Acuerdo firmado con las Farc, sería una torpeza desconocer la importancia de la visita, tanto desde el punto de vista diplomático como desde el religioso.
No podemos ignorar -como algunos quisieran- el hecho cierto e indiscutible de la mayoría católica del pueblo colombiano, pero, en el Estado laico merecen igual respeto y consideración todas las creencias y orientaciones religiosas. Lo cierto es que -gracias a Dios- la libertad de cultos no se ha expresado en términos de intolerancia hacia los millones de colombianos que profesamos el catolicismo. Por el contrario, los líderes espirituales de otras religiones, como debe ser, se han mostrado respetuosos de la invitación oficial y de la visita del Santo Padre. Es lo que surge -y lo que espera la Constitución- de una concepción más civilizada de esa libertad.
El argentino Jorge Mario Bergoglio, quien tomó el nombre de Francisco -en homenaje al profeta de Asís, cuya devoción por los pobres y más débiles es bien conocida- es el tercer Papa que nos congrega, después de Pablo VI y de Juan Pablo II. Los colombianos seremos bendecidos una vez más por un pontífice, lo cual nos alegra y consuela.
Aun para los no católicos -e incluso para los ateos-, el Papa es un símbolo de reconciliación, de amor, de fraternidad, de paz, de justicia. Eso es lo que predican los papas modernos, tras haber superado las oscuras épocas de la inquisición y de la fe impuesta mediante la amenaza, la delación, la persecución, la tortura y la hoguera. Por conducto del Papa Wojtila, la Iglesia pidió perdón a las víctimas y al mundo.
Como lo decíamos en columna radial, hoy más que nunca -dadas las características especiales de este pontificado-, la presencia del Papa entre nosotros constituye al menos una oportunidad de meditación y análisis sobre cómo vivimos, y en especial sobre cómo convivimos los colombianos. Es una ocasión para reflexionar y para encontrarnos. Para pasar la página de los estériles enfrentamientos, de los odios, de las posiciones políticas irreconciliables, y para buscar entre todos un mejor futuro, que favorezca la verdadera vigencia del Estado Social y Democrático de Derecho. Todos debemos ceder en algo, como ocurre con la figura de la transacción. Eso sí, menos en lo que toca con el cumplimiento de la Constitución y las leyes.
Esta será una pausa de pocos días en nuestro acelerado y angustioso trajín. Un tiempo para intentar que los extremos dialoguen francamente, y para que quienes no estamos en los extremos, ni dependemos de partidos u organizaciones políticas, pensemos en el aporte que podemos hacer a la sociedad, y particularmente a las nuevas generaciones, que no tienen por qué padecer las consecuencias de las muchas equivocaciones en que ha incurrido desde hace años nuestra clase dirigente.
Es una oportunidad para la sinceridad, para el diálogo, para la verdadera paz, que excede en mucho el limitado campo de los acuerdos celebrados y de las normas aprobadas con precipitud e improvisación. La paz es mucho más grande.