En los Estados Unidos comenzó en firme la carrera por la Casa Blanca. Ha quedado claro que el señor Donald Trump buscará su reelección y los republicanos se aprestan a apoyarlo. Mientras tanto los demócratas están dispuestos a hacerlo con Joe Biden, el vice de Obama, quien en estas primarias ha logrado una ventaja inicial de trescientos delegados para la Convención del partido, una cifra realmente inalcanzable, como lo ha reconocido el propio Sanders.
Ideológicamente hablando entre ambos partidos no hay grandes diferencias. Todo se reduce a cuál de los dos y en que coyuntura apoya el mejor desarrollo de los negocios. En otras palabras, cuál de los dos es el mejor partido para garantizar el capitalismo rampante que caracteriza a los norteamericanos. Sanders, desde este punto de vista, es un mal aspirante por sus ideas izquierdistas, mejor socialistas. Abreviando: es un verdadero tabú para el establecimiento.
Esto fue previsible desde el principio. La gracia de Sanders es haber llegado relativamente tan lejos. Lo grave del asunto es que si las cosas siguen como van y de no ocurrir nada catastrófico, el señor Trump seguirá otros cuatro años como inquilino del Salón Oval. Y esto tampoco es bueno para el papel que Estados Unidos está acostumbrado a jugar en el panorama mundial.
Hoy por hoy Trump no tiene el respeto debido a su investidura y jerarquía que debía de tener entre sus pares.
Y en su presidencia ha hecho muy poco para ganárselo. Sin embargo, la suerte parece estar de su lado porque los demócratas aparentemente se están suicidando antes de llegar a la confrontación. La demora de Sanders en retirarse de la carrera por la nominación presidencial polarizó el partido y se perdió tiempo valioso de campaña. Y esto, sencillamente, a los únicos que favoreció fue a los republicanos.
La inmensa mayoría de los norteamericanos saben que con Trump en el poder seguirán perdiendo influencia en su política exterior, pero, como están las cosas, sólo un milagro los podrá salvar del negro panorama.
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Y si por allá llueve por acá no escampa. El coronavirus y el asilamiento obligatorio están poniendo de relieve las grandes falencias que tenemos como sociedad. El debate sobre quiénes son los responsables es irrelevante. Lo único cierto es que a todos los cogió con los pantalones abajo. Ni el Gobierno, ni el Congreso, ni los partidos políticos tienen claro cómo hacerle frente a la pandemia. Ahora ni siquiera sabemos cuánto va a durar esta calamidad. Estamos en la inmunda.
Los daños a nuestra economía serán inmensos. Según los cálculos más optimistas no tenemos oxígeno sino para que nuestras empresas aguanten sesenta días más. Lo que venga después es mejor no pensarlo. Aprovechemos esta Semana Santa para la reflexión. Por lo que se ve lo único que nos resta es ponerle a todo esto fe, mucha fe.