El socialismo del siglo XXI ha llegado al poder en Latinoamérica a través del discurso populista y la estrategia del descrédito. Llegan por las vías democráticas y luego deshacen la democracia para impedir la alternancia y perpetuar sus políticas. Dicen lo que todos quieren oír, aunque sea fiscalmente imposible y técnicamente equivocado. Recurren a las intuiciones básicas disfrazadas con tecnicismo para vender soluciones mediocres a problemas serios.
No obstante, su peor estrategia es desacreditar todo y a todos. Dan la impresión que en nada hemos avanzado desde la llegada de Colón a América (que también fue mala), y seguimos exactamente igual. Nada de lo que hemos conseguido tiene valor, nada merece un reconocimiento, y nada se le reconoce a quienes han trabajado para forjar lo que existe. Las instituciones son inexistentes, según argumentan; los problemas continúan, según dicen, porque no los han querido solucionar; no somos un país desarrollado por una especie de complot entre todos -los que no son ellos- que en un plan secreto se han urdido para mantener todo como está.
Nadie, excepto ellos, ha sido, son o serán útiles para el progreso. Todos, absolutamente todos -excepto ellos- son corruptos, inútiles o pertenecen a una extraña confabulación para que nada mejore. Los ataques caen sobre cualquiera: los políticos, los empresarios, los grupos económicos, los medios de comunicación, los ex presidentes, jueces, fiscales, incluso ciudadanos que no compartan su visión.
Se paran en un falso podio moral, y desde ahí con el dedo hirsuto, reprochan, señalan, critican, tachan, tildan, adjetivan, juzgan y fallan, arañan y destruyen… Van generando la impresión de que son la única alternativa en la debacle donde ellos mismos ahogan todo lo que existe, quedando ellos encumbrados y limpios.
Sin embargo, ese pedestal moral no está hecho de finos materiales, no son logros, ni conquistas, lo que lo soportan. Ni es un pedestal de solido concreto, pues no son hechos, ni buenas experiencias, ni legados por los que sobresalen. Esa izquierda sobresale porque son ellos los que destruyen todo lo demás. Resultan ilesos en un desastre que ellos mismos pintan.
Así es querido lector, eso mismo que estamos viviendo en Colombia, lo vivieron las naciones donde hoy ya se conocen los desenlaces funestos de esa izquierda destructora.
Pongamos las cosas en su lugar. A las conquistas de quienes critican ellos no tienen nada que mostrar. Bueno, sí, multas y en qué cuantías; más de un billón de pesos. 40 mil millones de pesos por la compra de camiones embodegados, otros 90 mil millones por acabar con la competencia y la empresa privada en el modelo de aseo de la ciudad de Bogotá, cerca de 87 mil millones por detrimento patrimonial relacionados con el Trasmilenio en la capital, y un detrimento de 900 mil millones de pesos por la recompra de acciones de la TGI. Discutibles o no; lo cierto es que no se discuten. Ojalá lo hicieran con el mismo juicio con el que discuten los resultados -no las multas- de los otros.
El video donde un político colombiano acaricia codiciosamente fajos gigantescos de billetes, y luego los empaca en una bolsa plástica me lo entregó un ciudadano, al que no conozco. No sé cuál sería su propósito al dármelo, pero si conozco el mío al exhibirlo. Esa es una lección para todos los políticos, sin distingo de partido; son imágenes inadmisibles para una figura pública. Y, es por supuesto, un llamamiento a la serenidad de aquellos que desde el pedestal están dedicados a destruir. ¿Cómo habrían actuado si fuera Uribe el del video? Creo que esta reflexión apenas empieza.