En otras entregas de esta columna, he afirmado un principio básico que el gobierno Petro repudia por todos los medios: la soberanía popular no yace en la voluntad del presidente, sino en el funcionamiento de la constitución. El mandatario ha atacado al Consejo Nacional Electoral por pretender destituirlo, pretensión que aquel consejo nunca ha tenido en su riguroso apego a sus funciones constitucionales. Si este gobierno termina antes de agosto de 2026, será porque el Congreso de la República, frente a evidencia innegable de crímenes repugnantes y aterradores, juzgará al presidente y determinará su culpabilidad.
Los golpes de estado son esencialmente atentados contra la Constitución, no contra el presidente. Los mismos presidentes pueden ejecutarlos, como intentó Pedro Castillo en 2022 en Perú, o como lo logró Nicolás Maduro en 2017 cuando cerró arbitrariamente la Asamblea Nacional de Venezuela. Por otro lado, la destitución constitucional de un presidente no constituye un golpe de estado. No por ello debemos defenderlas siempre, porque indudablemente han existido destituciones contraproducentes o nocivas, pero en un mundo en donde el poder seduce a los enemigos del gobierno republicano, cualquier democracia necesita una válvula de escape y debe estar dispuesta a usarla. La destitución del golpista Castillo fue una victoria de la democracia peruana, victoria que inspira repudio, asco y terror en Gustavo Petro.
Uno de los aspectos más nocivos de la actual institucionalidad colombiana es que el presidente parece estar mejor protegido que la Constitución. Para destituir a cualquier presidente, no solo se requiere una causa judicial debidamente fundamentada, sino además el consentimiento de la Comisión de Acusaciones, cuyas deliberaciones son largas, tortuosas y manipulables, antes de siquiera contemplar un juicio por parte de ambas cámaras del Congreso. Las reformas constitucionales, en cambio, pueden proceder sin ningún fundamento empírico, pueden provenir de una amplia gama de actores políticos, y no requieren de la aprobación de ninguna comisión específica del Congreso, sino simplemente de una mayoría en ambas cámaras del mismo o de la mayoría de los votantes en un referéndum.
Desde la aprobación de la Constitución de 1991, ningún presidente colombiano ha sido destituido. Así debería ser en una democracia plenamente funcional, pero considerando las pruebas sustanciales de los nexos entre Ernesto Samper y el Cartel de Cali, corroboradas por el gobierno de los Estados Unidos en 1996, es bochornoso que haya gobernado hasta 1998. Todavía no hay evidencia tan clara de un narcogobierno en la era Petro, pero nadie puede descartar esa posibilidad.
Por otro lado, desde 1991, hemos ratificado 44 reformas constitucionales permanentes, alcanzando un promedio de cinco cada periodo presidencial. De hecho, el actual gobierno lleva tres reformas constitucionales, todas aprobadas en julio de 2023, menos de un mes antes de que Nicolás Petro denunciase aportes del narcotráfico a la campaña de su padre. En cambio, la Constitución de los Estados Unidos, vigente desde hace 235 años, solo ha sido reformada 27 veces, por lo que ha servido de garantía efectiva de continuidad institucional para los habitantes de ese país.
Para fortalecer nuestras instituciones, será fundamental actuar en línea con aquel principio tan elocuentemente expresado en nuestro himno nacional: “el rey no es soberano.” Si el próximo gobierno quiere demostrar su compromiso con la democracia y la institucionalidad, pocas reformas podrían ser más loables que ampliar las herramientas para destituir a un mal presidente y reducir las herramientas para reformar la Constitución.