Hace una semana murió Alfonso. Esposo y padre. Debía tener unos 60 años. Era odontólogo. Hacia los 35 años le dio Parkinson y lógicamente tuvo que abandonar su actividad profesional. La enfermedad se lo devoró en una forma atroz. A su lado, Liliam, su esposa. El día del funeral cumplirían 34 años de matrimonio. También, a su lado, sus tres hijos. Pero cuando comenzó el drama, ellos apenas empezaban a vivir. La enfermedad llegó para instalarse, recrudecerse, hacerse invencible y acabar con todo. Pero si bien deshizo paulatinamente a Alfonso, al mismo tiempo hizo crecer a Liliam como mujer, como esposa, como madre. También a sus hijos.
La enfermedad duró al menos 25 años y con todas las consecuencias que suelen darse en estas situaciones irremediables en lo matrimonial, en lo económico, en lo emocional, en lo ocupacional. Pero Liliam no se asustó y se puso manos a la obra. Seguramente recordó las palabras que pronunció el día de su matrimonio sacramental: “en la salud y en la enfermedad… para amarte y respetarte durante todos los días de mi vida”. Y la convirtió en heroica realidad. Mejor aún: en amorosa realidad. Sin dudarlo un instante esta mujer hizo del cuidado de su esposo la labor de cada día y esa fue su vida en los últimos 25 años, sin lamento ni queja. Tengo la plena seguridad de que Liliam jamás pensó en “internar” a su esposo en ninguna parte y tampoco pensó en dejarlo porque ella tendría “derecho a ser feliz”, que es la fórmula actual para abandonar a muchas personas. Creo que hoy, acongojada y triste, Liliam debe estar, al mismo tiempo, feliz de haber sido compañera, esposa en pleno sentido de la palabra, hasta el último momento.
Dice el evangelista San Juan que Jesús amó a los suyos hasta el final. Otra traducción dice hasta el extremo. Lo hizo Liliam con Alfonso. Y con sus hijos. En estos tiempos que corren, en los cuales la capacidad de sacrificio está escasa y el cumplimiento de los compromisos de vida se ha diluido, y también en los cuales los sacramentos son profanados a diario, un amor como este resulta ser una antorcha encendida en medio de la oscuridad.
Quienes fuimos testigos cercanos o lejanos de esta historia nos sentimos aleccionados por Liliam y por sus hijos. Una lección compuesta por capítulos de fortaleza, entrega, trabajo, ingenio, paciencia, dolor silencioso, fe siempre viva. Lección también acerca de cómo somos de frágiles, en general, para sostenernos en las duras pruebas de la vida que, a la mayoría, no nos han sido siquiera parecidas a los 25 años de Parkinson que no hicieron temblar el amor de Liliam y Alfonso, aunque todo lo demás si temblara hasta el desespero. Son historias de la vida que la muerte no borra, sino que, como lo narra el Evangelio, son semilla buena que cae en tierra, muere y da muchos frutos maravillosos. Gracias Liliam.