El pasado 14 de diciembre, tuve el honor de asistir al lanzamiento de la Fundación Innovación Para el Desarrollo, proyecto del expresidente Iván Duque Márquez. Este será un centro de pensamiento y acción colombiano cuya iniciativa central será la preparación de 120 líderes jóvenes al año mediante un programa de formación intensivo. Este programa busca formar una nueva generación de emprendedores, innovadores, dirigentes políticos y referentes culturales a lo largo y ancho de nuestro país. Quizás su mayor fortaleza es su enfoque moral, ya que el expresidente Duque ha asegurado que antes de enseñar talentos, competencias y gerencia para la acción, la fundación les brindará a los líderes jóvenes del futuro una base en principios y valores.
El ser humano no siempre le ha apostado a la virtud como fundamento indispensable para el liderazgo. En el siglo XVI, el filósofo político florentino Nicolás Maquiavelo argumentaba que un gobernante no debe ser virtuoso, sino aparentar serlo; es decir, que solamente le favorece mostrarse “piadoso, fiel, humano, recto y religioso” siempre y cuando esté dispuesto “a irse al otro extremo si ello fuera necesario.” Según Maquiavelo, cualquier dirigente que intente ser consistentemente virtuoso se enfrentará inevitablemente al peso de las circunstancias y no podrá conservar el poder que necesita para lograr sus objetivos. Esta lógica persiste hoy entre quienes apoyan al político que “roba, pero hace” o al que intercambia favores nefastos en nombre de la anhelada gobernabilidad.
Ciertamente, es preferible el político maquiavélico al abiertamente malvado, porque los dirigentes no solamente ejercen la influencia directa que les otorga la ley, sino también la influencia indirecta de su ejemplo a la ciudadanía. Incluso en las democracias más ilustradas, es enorme el riesgo de elegir a una persona que sepa aparentar ser templada, justa, valiente y sabia en lugar de una persona que genuinamente posea todas estas virtudes.
Es mucho más triste y aberrante que un país le entregue su confianza a una persona abiertamente dispuesta a correr líneas éticas para atornillarse en el poder; una persona cuyo desenfreno, injusticia, cobardía y estupidez se cobijan bajo los nombres del empoderamiento, el espíritu de lucha, la astucia y la determinación. Ante una tragedia de tales dimensiones, es tentador soñar con la llegada de un príncipe maquiavélico que logre desterrar al tirano por todos los medios imaginables y así restaurar un mínimo de normalidad.
Sin embargo, pensar de esta manera es suponer que las consideraciones morales limitan a los estadistas que de otro modo gobernarían con una eficacia fría y precisa. Para el expresidente Duque, en un mundo tan sujeto a cambios grandes e impredecibles como el nuestro, la moral no es un estorbo sino una brújula, cuya alternativa siempre termina siendo algún tipo de ceguedad ideológica. Cualquier filosofía política amoral o estrictamente materialista es incapaz de confiar en principios duraderos, por lo que se desmorona en el momento en que sus modelos imperfectos se encuentran con una realidad infinitamente compleja.
En los últimos cuarenta años, gran parte de los defensores del mundo libre han enfatizado, ante todo, la eficiencia de sus sistemas políticos y económicos, cediendo así el lenguaje de la justicia a los marxistas y a sus diversos herederos ideológicos. Hoy, el expresidente Duque nos invita a recuperar los principios y valores, convencido de que las virtudes que hemos heredado de nuestras mejores tradiciones filosóficas apuntan en nuestros tiempos hacia la protección del medio ambiente, la equidad, el emprendimiento y, ante todo, la democracia.