Causa curiosidad la coincidencia de varios personajes famosos que con poco más de un cuarto de siglo de existencia deciden acabar con sus vidas o provocar las circunstancias para desaparecer del mapa, desde cualquier punto del universo. Ya hace carrera lo que llaman “la maldición de los 27 años” y allí cuadraron y desfilaron Jimi Hendrix, Janis Joplin, Pete Ham, Kurt Cobain, Kristen Pfaff, Valentín Elizalde, Amy Winehouse, la mayoría de ellos enredados con las drogas y/o con sus efectos colaterales, tales como la locura pura y simple.
Y en nuestro plano terrenal más cercano no podemos dejar de repasar a personas tan especiales como el caleño Andrés Caicedo Estela -con nombre de torero- quien, seguramente resortado por los efectos de los cocteles de droga que tomaba, había prometido no pasar de los 25 años, y lo logró, hasta había “practicado” su autoeliminación un par de veces un año antes, en 1976, y casi se mata por tratar de suicidarse, hasta que cumplió su objetivo al ingerir un coctel letal compuesto de 60 pastillas de barbitúricos.
De Caicedo solamente he leído su novela ¡Que viva la música!, que me impactó, porque el hombre tenía madera de escritor y una sensibilidad artística considerable, y hace pocos años vi una película sórdida y ordinaria basada en ella, que por poco la sepulta. También incursionó con algún éxito en el teatro, el cine y el periodismo, habiendo obtenido varios premios y galardones y se juntó con Ramiro Arbeláez, Hernando Guerrero, Carlos Mayolo y Luis Ospina para fundar el Cine-Club de Cali, que se tradujo como Caliwood, escenario donde el sexo, las drogas, el rock and roll y la salsa eran actores de primer orden y su frase de combate era “El país se derrumba y nosotros de rumba”.
Me impactó sobre todo el amor reverencial que tenían- Andrés en la cabeza- por el Gran Combo de Puerto Rico y por Richie Rey y Bobby Cruz- los reyes de la salsa- y, de manera concomitante , el odio visceral que sentían por Los Graduados y Los Hispanos, a quienes en el Eje Cafetero rendíamos pleitesía por los finales de los 60s y comienzos de los 70s y nos enloquecíamos con sus canciones y sonsonetes rudimentarios a punta de saxofón y trompeta, organeta, guitarra acústica y el infaltable bajo, y nos ponían a gritar con “Adonay, boquita de caramelo, cariñito, así empezaron papá y mamá, la danza de la chiva, fantasía nocturna, la cinta verde”… y en Navidad y fin de año causaban verdadero furor, ayer, hoy y por siempre.
Era tal la animadversión de Caicedo y de sus correligionarios sobre nuestros “héroes” de la música tropical, que llenaban las calles con carteles que rezaban: “El pueblo de Cali rechaza a Los Graduados, a Los Hispanos y demás cultores del sonido paisa, hecho a la medida de la burguesía y de su vulgaridad, porque no se trata de sufrir 'me tocó a mí esta vida', sino de que 'agúzate que te están velando' ¡Viva el sentimiento afrocubano! ¡Viva Puerto Rico libre!”. Pero los artistas diversos podían convivir, pues allí sí había “paz total”.
Post-it. En parte tenían razón los locos de Caliwood. Semejantes “catedrales” de la salsa “teloneando” a dos orquestas tropicales populares… es como si en Bogotá hubiesen invitado a los Bee Gees y a Phil Collins y los metieran de teloneros de los Carrangueros de Ráquira.