Mucho se discute sobre si las Farc tienen o no voluntad para cesar la violencia. Para algunos el tema es que tendrán -como ya lo tuvieron- una combinación de formas de lucha; un grupo político respaldado por una organización violenta que elimine la competencia política y que incentive -a través de las armas- la adhesión de la ciudadanía. El proceso se daría a través de las disidencias -que son solo una forma disimulada de incumplir los acuerdos.
Para otros el asunto es distinto. Aun creyendo que las Farc se desmovilizan y tiene la voluntad de abandonar la violencia; el problema es que la violencia va a continuar -con o sin anuencia de las Farc-. La violencia en Colombia no es política; sino que, por el contrario, se debe a la existencia de negocios ilegales que para mantenerse requieren estructuras criminales organizadas. La reducción de las cifras de homicidios se explica por la falta de combate al narcotráfico y a la minería ilegal. En el momento en que el Estado vuelva a buscar decidirlos las fuerzas de la violencia actuarán sumiéndonos en todo tipo de tristezas.
Aún otros insisten en que es una desmovilización en que los jefes que se quieren retirar, pero que la fuerza combativa cambiara de nombre, o se sumará a otra organización o simplemente se declarará el disidencia. Así que los jefes gozarán de los beneficios aunque no logren la efectiva desmovilización de toda su estructura.
El resultado para todas las interpretaciones es que la negociación de La Habana no trae paz, se limita en el mejor de los casos a desmovilizar unos cuantos criminales a cambio de exageradas concesiones. Y esos criminales son remplazados por otros casi de manera instantánea. Quedamos con la violencia y con criminales impunes llenos de beneficios, que se vuelven el símbolo de la injusticia y en el paradigma de todos los otros criminales que ansían para el fin de su carrera de delitos también premios e impunidad.
Un problema del que poco se habla es la imposibilidad del Estado de cumplir con todos los beneficios que le prometieron a las Farc. Cumplirlos no será solo un tema de voluntad como los promulgan los defensores del acuerdo. Hay factores que hacen materialmente imposible hacerlo. Por una parte, los costos estimados en $130 billones contrastan con la frágil realidad económica de la nación. Por otra parte, hay asuntos absolutamente inaceptables para los demócratas; con la JEP que tendrá que ser rechazada de manera categórica.
Finalmente, será muy difícil que el pueblo colombiano que ha estado abandonado por este gobierno, acepte que los recursos se vayan en los terroristas en desmedro de los derechos y pretensiones de los ciudadanos de bien. Lo vimos en el paro de maestros, donde se quejaban de que hubiera recursos para las Farc y no para la educación. Eso mismo sucederá cuando las viviendas o las mejoras en salud sean para crimínales y no para la ciudadanía.
La camisa de fuerza de estos acuerdos puede hacer de Colombia una Nación muy difícil de gobernar. Celebramos que al menos el Congreso esté empezando a darse cuenta al no haber aprobado todavía las 16 circunscripciones. Ojalá la Corte Constitucional no destruya la decisión sobre el fast track. La llegada de la magistrada Fajardo-a la que el Gobierno obligó a elegir -con procederes incorrectos e incluso con amenaza- no se utilice para seguir dañando la división de poderes.