La invasión de un Estado soberano bajo mentirosas alegaciones de una supuesta defensa de repúblicas amigas, creadas para la ocasión como excusa y plataforma con el objeto de alcanzar los verdaderos objetivos de sometimiento de su territorio y de su población, a partir de una estrategia de terror y de amenaza de peores males para los que se interpongan en sus objetivos, no solamente es una grosera violación del derecho internacional, sino ante todo la muestra de la degradación que trae consigo la concentración absoluta del poder, y la mezcla de intereses económicos del sátrapa que persigue tales objetivos, envuelto, como generalmente sucede con todos los dictadores, en la bandera nacional de su país, o como con gran cinismo se invoca en este caso, en la lucha contra el totalitarismo de sus adversarios.
Permanecer neutral no es una opción para cualquiera que se considere demócrata y que entienda el peligro de ver regresar las formas más brutales de dominación a partir del uso de la fuerza. La violación por otros en el pasado de las mismas reglas no puede ser excusa para guardar silencio. Por eso resultan incomprensibles las declaraciones recientes del señor Zaffaroni en Argentina.
No sorprende el servil apoyo de Cuba, Venezuela y Nicaragua, como tampoco el cómplice silencio de Bolsonaro y de otros líderes populistas que en América Latina, Europa y Estados Unidos comparten la idea de arrasar con el ordenamiento internacional que desde la segunda guerra mundial ha permitido, más allá de sus enormes imperfecciones e inconsecuencias, hacer primar la necesidad de acatar, independientemente de las diferencias, unas reglas básicas de convivencia en las que el respeto de los compromisos internacionales y la primacía de los derechos humanos ocupan un lugar central.
La pleitesía del expresidente Trump hacia Putin, al calificar de “inteligente estrategia” el atropello en curso, matizando luego esa afirmación de manera oportunista, muestra que no es solamente un tema de ideologías el que subyace en este caso, sino de intereses inmediatos y de obnubilación por el poder. Porque todo lo que une estas manifestaciones es su displicencia frente al derecho, el entendimiento del cumplimiento y la exigencia de las reglas solo en la medida que sirvan a sus fines, la instrumentalización de las formas e instituciones internacionales, así como de las de la democracia, para destruirlas sirviéndose de sus propios principios y por supuesto de sus vacíos.
Por otra parte, afirmar que aquí en Colombia tenemos una guerra propia y que la de allá no nos concierne, no es solamente falso -basta pensar en las consecuencias económicas que en un mundo globalizado genera una conflagración bélica en Europa-, sino que se convierte en otra forma de sumarse a esa neutralidad frente al discurso de Putin, imposible de aceptar. Ninguna de sus mentiras, como ninguna atrocidad de esta guerra, pueden sernos humanamente indiferentes. Precisamente porque la tragedia de nuestro conflicto no ha cesado, por la ceguera de muchos y la manipulación de aquellos a quienes la paz no beneficia, y porque quienes la padecen en carne propia saben mejor que nadie lo que traduce el lenguaje de las armas y los horrores que de ella se derivan, es que no es posible permanecer imperturbables ante lo que está pasando en Ucrania con todas las personas que están siendo víctimas de esta injustificable invasión a sangre y fuego de su territorio, incluidos los propios soldados del agresor convertidos en ejecutores de una infamia de la que son simples instrumentos en el vil engranaje de la guerra.
@wzcsg