Que cada uno se pueda meter su porrito en el parque mientras los niños corren detrás de un balón y las mamás comparten las últimas noticias del barrio, es una muestra más de cómo la filosofía y el derecho actuales, y también cierta antropología, han elevado al individuo a la categoría de primera y última regla de vida.
El lema es: para el individuo, cero límites; él lo es todo; sus derechos son prácticamente infinitos; su responsabilidad ante la sociedad es la menor posible; la autoridad debe inclinarse reverente ante sus pensamientos, palabras, acciones y omisiones. Y la sociedad colombiana ha engendrado un Estado, una Constitución, unas leyes, unos gobernantes y unos ciudadanos que tienen una propensión casi que enfermiza a hacer valer lo que el individuo desea a costa de cualquier otro valor o parecer.
Hemos llegado a institucionalizar un individualismo radical. Y al mismo tiempo, a desconocer en gran medida toda realidad comunitaria como el matrimonio, la familia, la sociedad, el barrio. Estas comunidades han sido arrinconadas por esta fuerza de hombres y mujeres que no ven más allá de sus narices y que quieren hacer todo lo que se les ocurra, sin ninguna consideración por sus consecuencias. Incluso reclaman el derecho de dañar sus propias vidas sin que nadie pueda oponerse a ello. Y la sociedad ha adoptado una cómoda actitud de “respeto y tolerancia”, incluso frente a la presencia de lo que destruye las personas. Claro que respeto y tolerancia forzada, pues de lo contrario hay linchamiento y juicio.
Desde hace un tiempo se ha propuesto una ética del cuidado y es la que me parece nos está haciendo falta. Muchos individuos no quieren cuidar su vida y tampoco la de los que están a su alrededor. Cuidar significar ofrecer todo lo que causa bien a la persona y obstaculizar lo que la afecte y destruya. Y la tarea de cuidar tiene que hacerse entre todos los miembros de una comunidad o una sociedad y desde luego bajo la tutela de la autoridad. Pero, ¿una autoridad que comulga con el consumo de sustancias sicoactivas no podría ser acusada de ser cómplice del delito de destrucción de muchas vidas? ¿Y al facilitar esto en espacios públicos, la autoridad no se muestra más bien propensa a extender el mal que debería combatir? Si no queremos adictos cerca de los más frágiles, tampoco queremos más autoridades que con palabras elegantes estén favoreciendo la destrucción de personas y su dignidad. ¿Esto no es encubrimiento de un delito, aunque se le quiera llamar derecho?
La legislación y la jurisprudencia en Colombia están encadenadas por ideologías, más que por filosofías profundas y sabias. Están arrinconadas por “modas” intelectualoides que están sacrificando a miles de personas y su dignidad. Trabajan para el aplauso de la galería. Pues han de saber que se están llevando a muchos por delante y por lo visto ya tienen a los niños en la mira. ¿Hasta cuándo los hemos de soportar?