En esta disparatada campaña tendemos a subestimar la importancia que tienen las instituciones como bastión contra tantas propuestas descabelladas, o, en todo caso improvisadas, que se han escuchado.
Una de las mayores fortalezas de Colombia son precisamente sus instituciones, construidas a lo largo de años y en cuya formación ha prevalecido siempre el respeto por el estado de derecho. Veamos dos ejemplos de las muchas propuestas que vienen haciendo los candidatos:
Que Petro diga, por ejemplo, que prendería la maquinita de emisión del Banco de la República o que cambiaría a su antojo el origen de los directores del Banco es, en el fondo, algo írrito, pues no está dentro de las facultades de un presidente hacerlo. El estatuto de independencia de nuestro banco emisor está consagrado y protegido desde la Constitución del 91. Y el único representante del gobierno en la junta del banco es el ministro de Hacienda, que actúa como un miembro más. Pero en rotunda minoría frente a los demás directores.
Que Rodolfo Hernández diga que en el primer día de un eventual gobierno suyo decretaría el estado de conmoción que consagra la Constitución para (al amparo de esa figura de la excepcionalidad constitucional) sacar por decreto una serie de normas sin pasar por el Congreso, también es una propuesta inocua que chocaría con el bastión institucional.
La misma Carta y la jurisprudencia de la corte entienden que los estados de excepción constitucional requieren forzosamente que los hechos que se invoquen sean nuevos, inesperados, emergentes. Esa declaratoria de conmoción interior del ingeniero está llamada a fracasar. ¿Cómo se podría justificar ante la corte que las prácticas corruptas de la “robadera” que denuncia Hernández como consustanciales y antiguas en nuestra democracia son hechos nuevos o emergentes? Casi con seguridad se caería en la Corte.
Lo que hay en el fondo de todo esto- y que a menudo parecemos olvidar durante esta movida pero superficial campaña- es que los presidentes en Colombia no pueden hacer lo que se les ocurra. Están rodeados -afortunadamente- de instituciones fuertes que tienen que respetar. Y que, si no lo hace, quienes se caen son las propuestas mismas y no las instituciones.
Creo que un alto porcentaje de las propuestas que hemos escuchado en esta campaña están dirigidas meramente para la galería. Pero -gracias precisamente a las instituciones- no tienen la más mínima probabilidad de llevarse nunca a la práctica.
Otro tanto sucede con las iniciativas que han circulado pero que para aplicarlas requerirían que las aprobara el congreso, en el que ni Petro y mucho menos el ingeniero va a contar con mayorías para que les aprueben todo lo que se les ocurra.
Un ejemplo: la idea de Hernández de bajar el IVA reemplazándolo por un impuesto a las ventas en cascadas que llevaría inexorablemente a elevar fuertemente la carga tributaria de los colombianos y colocaría en grave situación de indefensión a la industria nacional frente a las importaciones de sucedáneos extranjeros. Esto tendría que aprobarlo forzosamente el congreso y luce altamente improbable que lo haga.
Lo que demuestra todo esto es que un alto porcentaje de las propuestas que se han escuchado durante la campaña, y que los candidatos parecen dar por hecho que las refrendaría un congreso dentro del cual ni tienen mayorías ni cuentan con coaliciones sólidas, son propuestas llamadas a fracasar.
No podemos olvidar que la Constitución del 91 redujo los poderes presidenciales y aumentó los del congreso. Tenemos un régimen presidencial, es cierto, pero los jefes de estado no son unos omnipotentes personajes ni unos dictadorzuelos que puedan hacer todo lo que se les ocurra. Aunque, claro, pueden proponer todo lo que se les venga a la cabeza durante una campaña.
Deben inexorablemente respetarse los fuertes bastiones institucionales que, por fortuna, no pueden ser derribados con la mera demagogia ni con los fuegos artificiales de una campaña electoral.