Jaime Alberto Arrubla Paucar | El Nuevo Siglo
Jueves, 5 de Marzo de 2015

Escándalo en la justicia

 

No sorprende, en ninguna parte del mundo, que alrededor de la administración de justicia se presenten escándalos y ataques; al fin y al cabo se están dirimiendo conflictos y siempre alguien queda molesto con las decisiones que se toman y el último remedio es deslegitimar al juez. Lo importante es que las instituciones y los sistemas de control funcionen cuando sucede un hecho tan bochornoso como el que está sucediendo en la Corte Constitucional; el sistema colombiano prevé cual es el mecanismo y ya se ha puesto en funcionamiento; esperemos que el Congreso cumpla con lo suyo y que, garantizando los derechos de defensa y del debido proceso, le dé a cada cual lo que le corresponde.

Pero vale la pena el momento para reflexionar sobre el diseño de nuestro aparato de justicia que acuñó la antes incuestionable Constitución de 1991. Dividió el poder judicial en cuatro cortes, dos de ellas elegidas por el Congreso de la República con la participación, en una total y en otra parcial, del Presidente  de la República; es decir, desde el origen de la aspiración misma, el candidato tiene que entrar en contacto con el mundo político y hacer todo un lobby presidencial y parlamentario. Este contacto con el quehacer político no es conveniente y pone en el filo de la navaja el principio de la independencia del juez.

Además, con honrosas excepciones, no ha habido una debida diligencia en el cumplimiento de esta obligación constitucional y en algunos casos se han llevado  a personas, más por satisfacer compromisos políticos, que por criterios jurídicos y académicos.   

Se podría pensar que el origen de la magistratura en el Congreso es procedente cuando se trata de designar al juez de la exequibilidad, es decir, quien medirá si la labor del Congreso se encauza con una adecuada interpretación constitucional.     El problema es cuando a esos mismos jueces se les quiere atribuir competencia para revisar la producción judicial de las demás cortes como la Corte Suprema y el Consejo de Estado, excusados en la necesidad de unificar jurisprudencia sobre derechos fundamentales que no se requiere; pues el único en juego en esos casos es el debido proceso y para ello están los recursos ordinarios y extraordinarios.    Si a ello se le suma la facultad discrecional de escoger qué tutela se revisa y cuál no, el resultado no podía haber sido otro, tarde que temprano, que el que ahora estamos viendo.

Esa fue la perdición también para la Sala Disciplinaria del Consejo Superior de la Judicatura, que si se ha concentrado en lo suyo, la función disciplinaria, no habría vivido los problemas que le han tocado; pero se sentía más cómodo atendiendo tutelas y  modificando sentencias de las altas cortes con criterios no muy santos.

Es el momento de que el país vuelva a pensar en reformar este estado de cosas, y no con pañitos de agua tibia como pretende la tal reforma al equilibrio de poderes, que está pensando en una quinta corte para aforados, buscando la solución donde no está el problema. La corte de aforados es la Corte Suprema de Justicia y ha cumplido a cabalidad su tarea; el problema está en que para  ciertos aforados, la llave la tiene el Congreso, que como una condición de procedibilidad, debe declarar la indignidad y es allí  donde no ha funcionado. Con esta reforma se va a buscar al ahogado aguas arriba a sabiendas de que allí no se encuentra.