Se dice comúnmente que la Historia es maestra y que ignorarla condena a las sociedades a la repetición de sus más indeseables capítulos. El pasado es en efecto un organismo de siglos, cuyo conocimiento ambiciona avizorar el futuro y contribuir a su realización. Por ello, las obras maestras de la historiografía acuden al examen del pasado para desentrañar el potencial que las acciones, hechos y realizaciones de antaño pueden devenir en el ignoto futuro. Permite así que la imagen del mundo pasado inspire al hombre en la construcción de mundos y sociedades mejores. Ello explica el que la memoria histórica haya cumplido un papel esencial en el desenvolvimiento de las civilizaciones que ha estimulado la crítica constructiva de sus falencias y con ello el germen creador de sus más notorias elaboraciones culturales.
Hoy, en el escenario de la civilización occidental, el derribo y la decapitación indiscriminados de estatuas levantadas para la recordación de hechos, gestas y personajes de su historia, denotan una radical ruptura en el proceso de transmisión entre generaciones de una cultura común y de una memoria colectiva, que se expresa con violencia y arrogancia inauditas y corresponde al grado de barbarie que engendra la ignorancia de los bienes de su cultura y civilización.
Es la pretensión de construir una nueva ideología nihilista, por su naturaleza radical, que hoy asoma en el mundo occidental, y que se nutre del desconocimiento de la complejidad de la historia y de los valores que han permitido el crecimiento social, político, económico, científico y tecnológico de las sociedades humanas. Ese ideologismo activista que proscribe la conciencia y con ella el conocimiento, solo apunta a la destrucción final de un mundo que él no se siente capaz de elevar a más altos valores y estados de sabiduría. Por ello, no es de extrañar que cuestione con violencia toda la historia, como si de sus cenizas pudieran las sociedades renacer más humanas, vivificantes y superiormente creativas.
Cuanto quisiéramos que los que derruyen estatuas comprendieran que, en vez de destruir, les correspondería aportar siquiera algo de los bienes culturales que les debemos a los que ellos bárbaramente decapitan, Pero en el horizonte de esas hordas no hay espacio para la creación, porque la devastación que persiguen responde al irracional objetivo de expiar sus monumentales carencias.
La sociedad que borra su pasado compromete su porvenir. No hay un sólo ejemplo que nos indique que del olvido de lo que hemos sido se engendrarán los nuevos valores que identificarán a las organizaciones sociales y a las culturas del futuro. Desterrar el pasado de la aventura humana significa que el porvenir se convertiría en el ejercicio estéril de retrotraer al ser humano al mero dictado de sus instintos, que no le alcanzarán para escuchar los mandatos de su espíritu. Las democracias se enfrentan al mayor flagelo que han confrontado. De su destrucción sistemática no quedarán ni siquiera sus rastros. Tanta estupidez confirma que las civilizaciones expiran por razón de sus propias culpas.