La arquitectura es una sensibilidad que puede interrogarse. La de Bogotá y otras ciudades de latino américa se ha hecho cada vez más cuadriculada a partir del siglo XXI. Los edificios de oficina, las bodegas, se han vuelto, paralelípedos. Incluso las viviendas tienen el rasgo impersonal de conjuntos sin arco alguno, en el que la sugestiva curva ha desaparecido. Parecen peceras gigantescas. Esta homogeneidad que trata con la misma estética a un hogar que a una bodega no es solo una imposición de economía al construir, sino una falta de imaginación que ve a los humanos como una escuela de peces, en función de la economía de mercado, o del estatismo ramplón.
Desde hace un milenio Champeaux dice que el arco arquitectónico “proclama la victoria perdurable del esfuerzo analógico sobre la pesadez material. Simboliza la estilización espontanea e inmediata de la silueta humana, moldeando sus contornos y subrayando el dinamismo de la ascensión.” En la arquitectura pecera el sentido analógico de la ascensión no existe, para ella el arriba es el techo. Su alma es una paralela al suelo, enfatiza esa limitación, la pesadez de lo material sobre la libertad. Y esa sensibilidad “square” cuadriculada, uniforme, reduce a la persona a inquilino en función de la producción, y no la concibe como una persona que merece un hogar.
Esa perspectiva que elude la elegante musicalidad de la curva, y aborrece la simbología del arco, taponaría a una gruta con toda su carga numinosa con una puerta cuadrada para hacerla más inteligible, y recortarle todo lo que tiene de poderoso, de enigmático, de no cuadriculado. Pero no es que lo numinoso no exista, es que esa moda le teme, teme suscitarlo en forma alguna, sobreponiéndole lo plano, lo rectilíneo, la engañosa trasparencia de la pecera que aprisiona y no libera. Como lo han demostrado una y otra vez los terremotos, son las sólidas columnas de los arcos los que brindan el mejor abrigo.
Ante el sentido igualoíde de planicie, la mejor arquitectura ha apelado en los edificios musulmanes, judíos, bizantinos y cristianos la bifurcación de la esfera con el plano. Sus cúpulas seculares (no solo sagradas) postulan así el símbolo del cielo más allá del techo.
Es decir, indican el sentido de algo que no es evidente. Acondicionan la mente para percibir o para imaginar algo que no se agota en los cimientos y el lindero de una edificación. Algo así como el esfuerzo secreto del ser que se supera, más allá de las cuatro paredes que lo hospedan pero que no lo definen ni contienen. En suma, la arquitectura como lenguaje con una enseñanza, se cuenta sola, solo hay que saber mirar. Ni siquiera se requiere ser alfabeto o versado, pues existe antes del alfabeto. Y educa a quienes la habitan, le hablan día y noche, lo van forjando en silencio desde el espacio, el giro y la felicidad de una vivienda. Con el tiempo esa moda “square” será destechada.