Qué cosa más inútil y efímera que un aroma, un arrebol en el atardecer o una melodía en Mi menor. Hay cosas que no sirven para nada, solo producen felicidad; algo que no se toca, que no puede comprarse ni venderse y que, además, anida en el interior de las personas como experiencia subjetiva. La felicidad pertenece al fuero exclusivo del ser y es posible que sea la vivencia más cercana a la libertad que podamos experimentar. Pase lo que pase en el mundo exterior, ocurre adentro; nos pertenece por completo y, a menos que lo permitamos, nadie se la puede llevar.
Defender la inutilidad de las cosas que nos hacen ser felices, es abrazarse a su belleza intrínseca. Hoy en medio de la turbulencia, y al llegar a la columna número cincuenta, celebro la palabra, me revelo de la realidad por un instante y me aferro a lo bello. Que vivan los años compartidos junto a mi compañero, la alegría desparpajada de mis hijas y su confianza en un futuro mejor, a pesar de la crudeza aplastante del presente. Que vivan los gatos filósofos, el blues, la música para chelo, los libros, la bicicleta, el cine, la palabra precisa, las cometas, la natación, el romero y los perros entusiastas. Que vivan los domingos que se alargan alrededor de la mesa de mi madre, la risa estrepitosa de mis hermanos y las canciones que cantan mis amigos entre abrazos. Que vivan mis amigas, que son la vida misma.
Me aferro a la belleza en la vida colectiva más allá de la violencia, de nosotros mismos y nuestros desencuentros; a la emoción de juntarnos para cambiar lo que no está bien, de sumarnos para emprender proyectos y de intentarlo una y mil veces hasta que resulte, algún día será. Me agarro a la memoria de lo que hemos sido y a la conciencia de lo que no queremos volver a ser. Me sostengo en esta columna de palabras desde donde me asomo con asombro al mundo. Me abrazo a la felicidad de ser, estar y trabajar con los demás, aunque no nos conozcamos y no estemos de acuerdo en todo, al grito por el gol que fue y por el que no entró, al cansancio de bailar toda la noche y al consuelo de escuchar y ser escuchados con el corazón.
En un mundo subyugado por el pragmatismo, refugiarse en la inutilidad de lo bello es un acto de resistencia que puede ocurrir de la manera más inesperada. Apagar unos minutos las pantallas, detenerse entre el caos de la ciudad, mirar hacia el cielo, ver cómo se despide la tarde en su danza de colores y celebrar que al día siguiente vuelve a amanecer, es una declaración de principios a favor de la libertad y un acto de insurrección casi imperceptible. ¿Para qué?, para nada. Para sentir felicidad y así trascender en un instante; para ser parte del todo. Hay cosas, como la belleza, que solo sirven para para ser.
@tatianaduplat