El año pasado, durante su posesión presidencial, Gustavo Petro declaró que había empezado “la Colombia de lo posible.” La era de “lo imposible” y el “no rotundo” cedía ante un gobierno dedicado a “trabajar para que más imposibles fueran posibles” así como habían derrotado, en las urnas, a todos quienes pensaban que nunca llegarían al poder.
Yo no voté por Gustavo Petro, ni comparto su pensamiento, pero debo reconocer que ha cumplido a cabalidad su promesa de transformar lo impensable en realidad.
Comencemos por el ámbito internacional. En la Colombia de ayer, orgullosa de sus tradiciones democráticas, era impensable que un presidente defendiera vigorosamente a un golpista fracasado en el Perú y tildara de fascistas a los defensores del orden constitucional en ese país. Era inconcebible que el presidente, declarado persona non grata por el Congreso de un Perú democrático, fuese además el defensor y fiador de una tiranía extranjera como el régimen de Maduro.
Era imposible que el mismo presidente fuese recibido en Washington como un defensor de los derechos humanos, alardeando desde la comodidad de la Casa Blanca sobre la importancia histórica del 19 de abril -la fecha epónima del movimiento terrorista al que había pertenecido-. Era impensable que una congresista estadounidense se refiriera al presidente de Colombia como un
“ladrón, terrorista, y marxista,” que la revista conservadora más prestigiosa de Norteamérica lo tildara de “terrorista en jefe,” o que la revista liberal The Economist, de Londres, lo considerara uno de los mandatarios “más extremos” de una región plagada por el populismo irresponsable. En la Colombia de hoy, todos esos imposibles se han vuelto posibles.
En el ámbito nacional, también vemos nuevas posibilidades. En aquella Colombia piadosamente apegada al credo democrático, a veces pecadora pero siempre temerosa del autoritarismo, era inconcebible que el presidente se autoproclamara jefe del fiscal general, el mismo responsable de investigar a su hijo, su hermano, y tantos altos funcionarios de un gobierno con indicios flagrantes de corrupción, fraude electoral, y abuso de poder. Era impensable que además acudiera a la plaza pública para calumniar al periodismo, acusando a la revista Semana de manipular la justicia, cuando es bajo su gobierno que la niñera de una alta funcionaria fue detenida e interrogada ilegalmente a pocos metros del despacho presidencial. Era inimaginable que un presidente impulsase el hostigamiento, las chuzadas, y hasta la criminalización del periodismo, al mismo tiempo que abogaba por descriminalizar el vandalismo y la violencia política.
Era imposible que un canciller llamara “drogadicto” a uno de sus más importantes embajadores para descalificar las declaraciones de este último contra el gobierno, y más aún que el mismo embajador y su familia recibiese amenazas “provenientes de personas muy poderosas”, luego de que estas declaraciones se hicieran públicas. Era inimaginable que un comisionado de paz pudiese agradecerle a un grupo terrorista por atribuirse un ataque con explosivos, o que una vicepresidente pudiese declarar su admiración por el régimen cubano. Era impensable que se presentasen, simultáneamente, una reforma laboral que reduciría el empleo, una reforma a la salud que obstaculizaría la prestación de salud y una reforma pensional que haría insostenible la jubilación digna de nuestros jóvenes y trabajadores. Era inconcebible que las políticas de un gobierno fuesen tan perversas, que al perder gobernabilidad, la moneda nacional se fortaleciera en lugar de debilitarse.
Nació la Colombia de lo posible, y si ayer era imposible destituir a un presidente de la República, por más nefasto que fuese su gobierno, quizás hoy sí sea posible.
* Universidad de Yale. B.A. en Economía e Historia