El político solo menciona su conciencia para afirmar que la tiene limpia. Se trata a menudo, desde luego, de una explicación no pedida o de un imposible por sustracción de materia. Y el caudillo a veces confunde la conciencia con el trasero, todos lo tenemos, pero a pocos les gusta escucharlo.
Si se pasa de la raya, se enfrenta con la ley. Pero entonces procura abolir la ley. Ya no le basta con, digamos, violar un semáforo ocasional. Pretende acabar con todos los semáforos. Y si se trata de un caudillo tropical o norteño, su manejo en la carretera es un verdadero atentado contra el código del tránsito. Y su conducción lleva a una peligrosa confusión de las normas de las vías públicas.
Lo curioso del caso es que muchos de sus seguidores más fanáticos se dicen conservadores. Entendería uno que ese adjetivo se refiere al deseo de conservar el Estado y sus normas básicas. A diferencia del anarquista, por ejemplo, que detesta esas premisas. Pero de pronto descubrimos que eso no así. Y vemos a los pájaros disparándole a las escopetas.
El hecho es que cualquier sociedad requiere de una autoridad que no necesita tener razón para ser obedecida. Y como la conciencia individual no puede ser soberana, las normas generales y abstractas, nos rigen. Cierto es que el Estado no instituye el cielo en la tierra. Pero al menos evita que la vida en sociedad se convierta directamente en un infierno.
Si la voluntad individual del político es superior a la ley, la vida social está en peligro.
Su arbitrariedad lo llevará a perseguir a quienes se le oponen. Calificará al disidente de “traidor”, cuando el motor mismo de la política es la disidencia de opinión, el matiz de lo distinto. En suma, se convertirá en un utopista que pretende gobernar el pensamiento ajeno. Si algunos conservadores optan por el anarquismo, el caudillo bien puede devenir en utopista. Las señales del tránsito social están lo suficientemente confundidas.
La ley deja de ser un fin general. Se espiará a los jueces. Se cohechará al Congreso para perpetuarse. Beneficiará a parientes y amigos. Amedrentará a los periodistas.
Y si la Constitución no le conviene, tras haberla violado, proclamará preferible el “estado de opinión”. O incluso intentará “refundar la patria” por la razón o por la fuerza, pues él se abroga el derecho de dar o de quitar el calificativo de patriota a los ciudadanos. Quien difiere será tildado de terrorista. Y él buscará en el desierto una gota de venganza para aplacar su ictericia devorante. Así ese alguien haya sido su ministro.
Pero si la ley no lo procesa, utilizará la ley para perseguir a sus contendores con testigos dudosos. Apelará a las despreciadas Cortes en su acusación y ante el desmoronamiento de las pruebas, responderá con una salva de insultos. Esos caudillos se reconocen en América. En Brasil, en Venezuela, en Nicaragua y en Colombia y por supuesto en Estados Unidos.