En estos días de múltiples efemérides que rememoran las primeras etapas de nuestra historia republicana, vale la pena traer a cuento, parafraseando el famoso texto de López Michelsen, la estirpe legalista con la que nuestras instituciones quedaron marcadas desde sus inicios.
El Presidente de la Academia Colombiana de Jurisprudencia recientemente resaltó, con razón, cómo el 20 de julio debería mirarse más que como la celebración del grito de Independencia, como la expresión de la voluntad de adoptar una Constitución y, en ese sentido, del nacimiento de nuestra institucionalidad de la mano de esa idea que será concretada con la expedición de la constitución de la provincia de Cundinamarca de 1811, aún formalmente monárquica y que antecedió por poco la primera expresamente republicana expedida en la provincia de Tunja en diciembre de 1811, y las demás constituciones provinciales que enmarcaron nuestra Primera República; textos en los que se reflejó de mil maneras ese apego a la juridicidad que nos identifica, a pesar de las dificultades e incongruencias con la realidad.
La separación de poderes y la garantía de los derechos, con las que se reconocía la noción de constitución en los nacientes Estados Unidos y en la Francia revolucionaria, dominaron las discusiones de la Convención de Cúcuta y la expedición de la constitución nacional de 1821. El respeto irrestricto a ésta se convirtió en la obsesión de Francisco de Paula Santander, y ello explica en buena medida sus desencuentros con el Libertador Simón Bolívar, que se agravaron con el intento de reforma de dicha Constitución en la Convención de Ocaña; cuyo fracaso condujo a la dictadura y a la disolución de la Gran Colombia.
La idea del poder sometido a derecho fue llevada a su paroxismo en el texto de la Constitución de 1832. Durante su vigencia prácticamente no existió decisión importante que no fuera sometida a concepto previo del Consejo de Estado. Fue también Santander, como presidente, quien dio plena aplicación a sus mandatos, como también lo hizo José Ignacio de Márquez, otro representante de esta tradición que reivindica con toda su fuerza la primacía de la ley y del poder civil.
Los argumentos legales y constitucionales se esgrimieron a la par con los cañones en las guerras civiles que siguieron, y marcaron la imposición de la visión de los vencedores en las constituciones centralistas y federalistas que se sucedieron, hasta que la idea de asegurar la real vigencia del Estado de Derecho, tantas veces invocada por unos y otros de diferentes maneras durante todos esos años, se asienta y consolida con los textos constitucionales de 1910 y 1914.
Para algunos, esta estirpe traduce un mero formalismo y hasta un defecto que impide la acción y frena el progreso. Por el contrario, para muchos otros, es la garantía de la libertad y una de nuestras mayores fortalezas como nación, y en este sentido, cobra plena actualidad el llamado de Santander en su proclama del 31 de agosto de 1823: “Rivalicemos en cumplir fielmente nuestros deberes, sometiendo nuestra voluntad a la Constitución; hagamos lo que la ley nos prescribe, y el mundo entero verá con asombro que en Colombia hay un Gobierno de leyes y no de hombres”.
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