Fernando Botero ha dejado pinturas de toros, en que se percibe ese momento único del que reta al peligro y lo encara. Ese motivo de la virilidad, vestida con femenina belleza en zapatitas de colores, afines a sus lentejuelas, frente a un toro enfurecido. Y en la arena, íngrimo, solo con una capa roja y su destreza, danza con la muerte. Hemingway vivía embelesado con esta prueba de coraje del pueblo español que lo ha declarado su patrimonio cultural de identidad. Porque nada más sorprendente que un torero alemán o japonés, por ejemplo.
Ese ritual sagrado, desde los griegos de la civilización cretense, es el motivo de fascinación del arte en todas sus facetas, desde el musical con pasodobles como Silverio Pérez de Agustín Lara quién lo compuso a favor de su rival que también amaba a María Félix, en un acto de generosidad que lo sobrevivió. Por no mencionar canciones como El relicario, o el pasodoble de Manizales.
Los poetas han cantado a la faena al evocar la muerte del gran Manolete, por el pitón del Islero. Hay tantos escultores, pintores y literatos que lo han evocado que exigirían una minuciosa bibliografía. Goya y Picasso sintieron la imperativa necesidad de revivir en sus cuadros una corrida de toros de lidia. Y quien haya tenido la experiencia de la lidia no la olvidará. Ese momento en que las piernas parecen hechas de plastilina cuando urge bailar.
Seleccionar y criar a la sub familia de toros de lidia es, en sí misma, una proeza. Por los cuidados que exige, que estos irritables gigantes no embistan a los cuidanderos, o que no peleen entre sí, que los ruidos no los perturben. Y que el pasto en vastas planicies tenga complementos nutritivos.
La sensibilidad digital que pretende por “compasión”, prohibir las corridas, acabaría con toda esa subfamilia de una tradición varias veces centenaria. Sensibilidad que se atrofia ante una pantalla contaminante con escenas más y más violentas para observadores más y más pasivos. Son nominalistas, les motiva salvar a un toro mientras acaban con su linaje. Es la intransigencia de una imposición invasora. Cuya callosidad artística se disfraza de compasión, sin advertir su propia barbaridad.
Las películas no suelen lograr el efecto de la pintura, la escultura, la poesía o la música de esta gran fiesta evocadora del arte. Quizás esto se debe a que el sistema lineal de imágenes de una filmación, impide la mirada. La secuencia perturba a la serena y preciosa mirada, aunque esto no lo nota ya casi nadie desde la televisión y la era digital. Sistema, por lo demás admirable, que acabó con el género epistolar, por no mencionar a la elegante caligrafía, y ahora pretende acabar con la belleza de la fiesta brava. Los que disfrutamos el efecto artístico de esa fiesta, más que su inmediatez, no creemos que la prohibición sea un progreso real para forjar un mundo mejor. Sino más bien, la homogenización empobrecedora de un progresivo empobrecimiento uniforme.