Algunos se escandalizan cuando escuchan críticas como las que suele hacer el presidente Milei a la bandera de la justicia social del socialismo. Críticas estas que generan rechazo más por la forma torpe y desabrochada con que las hace, que por el contenido en sí mismo. De cualquier manera, conviene analizar por aproximación una definición de justicia social, pues, aunque el concepto clásico de justicia quedó definido por Ulpiano y después por Santo Tomás de Aquino, como “dar a cada uno lo que le corresponde”, la justicia “social” nunca ha sido definida concretamente.
La justicia social está muy relacionada con el igualitarismo, una ideología moderna que, entre otras, surge por el dominio de la propaganda y la adulación de las masas consustanciales al voto universal. El mismo que se ha extendido a ámbitos diferentes al político, olvidando que la igualdad del hombre se circunscribe a su dignidad como ser humano y a la deseable igualdad de todos ante la ley. Toda igualdad que trascienda estos dos conceptos desemboca en el igualitarismo y suele ir contra el orden natural de las cosas, siendo por esto injusta. Nos ilustra al respecto, la contundente frase de Platón: “La peor forma de injusticia es la justicia simulada con la igualdad”.
En efecto, Dios no repartió los talentos por igual, ni los atributos físicos, ni la salud, ni la inteligencia, ni la virtud, y los resultados diferentes que proceden de talentos diferentes sólo pueden ser calificados de justos. Por ejemplo, resulta justo que el adulto trabajador y frugal obtenga unos resultados mejores que el zángano derrochador, o que quien arriesga su patrimonio para montar un negocio obtenga más recompensas económicas que el empleado, directivo o funcionario que valora la seguridad en el empleo y una jornada laboral corta.
Lo cierto es que las diferencias en capacidades físicas, intelectuales o morales, y las diferentes circunstancias de cada uno, pertenecen al orden natural de las cosas y no a las ideologías. Es más, esas diferencias son enriquecedoras, pues motivando a las personas a salir del individualismo egoísta o del colectivismo despersonalizador, las alienta a la magnanimidad, a la benevolencia y a la comunicación, es decir, al servicio a los demás. Naturalmente, en ciertas ocasiones la diferencia de resultados proviene de condiciones apriorísticas contrarias a la justicia, pero eso es otro asunto.
Una concreción del igualitarismo es la corrección de la desigualdad económica mediante la redistribución de la riqueza, que se equipara a la justicia social e incluso a la justicia distributiva. Pero tachar de injusta la desigualdad económica es contraevidente. Resulta patente que en las democracias actuales la redistribución de la riqueza tiene poco que ver con una actitud benéfica o virtuosa del Estado y mucho con la compra indirecta de votos por parte de los políticos que incentivan las masas a la codicia de los bienes ajenos y a la envidia que promueven los agitadores de la lucha social. En este sentido, conviene constatar que el Estado de Bienestar no se ocupa primordialmente de los pobres o indigentes, cuyos votos cuentan poco, sino de la población en su conjunto, cuyos votos sí cuentan.
El punto a destacar es que ni el igualitarismo ni la redistribución de la riqueza desde el Estado parecen responder a la definición clásica de justicia. Sin embargo, existe una equivalencia que propone relacionar la justicia social con el bien común, entendido como el conjunto de principios, valores, instituciones, normas y estructuras que facilitan que cada individuo - en sus comunidades- pueda realizarse plenamente y hacer florecer sus talentos, que no sólo le beneficiarán a él, sino también a los demás. Siendo, por ejemplo, un bien común por excelencia la preservación de la paz, entendida no sólo como ausencia de guerra, sino como concordia entre los ciudadanos desde el respeto a las diferencias. Lo contrario, como provocar la discordia y el enfrentamiento civil, cae en la injusticia social.