Un importante medio de comunicación me pidió que formulara a los candidatos al Congreso la pregunta sobre si aprobarían una norma mediante la cual se hiciera efectiva la prohibición constitucional del porte y consumo de estupefacientes, que hoy se tropieza con la nefasta dosis personal.
La gran mayoría de los consultados se inclinó por la eliminación de esa permisiva y peligrosa modalidad de legalización del micro tráfico de narcóticos.
El artículo 51 de la Ley 30 de 1986 (Estatuto de estupefacientes) sancionaba con multas y arresto a quien llevara consigo, conservara para su propio uso o consumiera cocaína, marihuana o cualquier otra droga que produzca dependencia, en cantidad considerada como dosis de uso personal.
La misma norma disponía, entre otras reglas:
“El usuario o consumidor que, de acuerdo con dictamen médico legal, se encuentre en estado de drogadicción así haya sido sorprendido por primera vez será internado en establecimiento psiquiátrico o similar de carácter oficial o privado, por el término necesario para su recuperación. En este caso no se aplicará multa ni arresto.
La autoridad correspondiente podrá confiar al drogadicto al cuidado de la familia o remitirlo, bajo la responsabilidad de éste, a una clínica, hospital o casa de salud, para el tratamiento que corresponda, el cual se prolongará por el tiempo necesario para la recuperación de aquél, que deberá ser certificada por el médico tratante y por la respectiva seccional de Medicina Legal”.
Sin duda, una buena norma, que no violaba la Constitución. Como se observa, el trato que se daba a quien portaba la droga no era el mismo que el previsto para el consumidor, en especial el adicto, a cuyo respecto la regla no era penal sino asistencial, con miras a la recuperación de su salud.
Pero, sin motivación plausible, la Corte Constitucional, mediante Sentencia C-221 de 1994 declaró la inexequibilidad del precepto porque -sostuvo- vulneraba el libre desarrollo de la personalidad. Como si la droga no surtiera sus peores efectos precisamente en despersonalizar, esclavizar y embrutecer al consumidor. A partir de allí, quedaron maniatadas las autoridades de policía y se disparó el micro tráfico, que tanto daño ha causado.
Con los magistrados Naranjo, Morón y Herrera, quien esto escribe salvó su voto:
“…no entendemos cómo puede considerarse que la autodestrucción del individuo, sin posibilidad de reprimir su conducta nociva y ni siquiera de rehabilitarlo, pueda tomarse como una forma de realizar el mandato constitucional de respeto a la dignidad humana, cuando es precisamente ésta la primera lesionada y, peor aún, aniquilada por el estado irracional al que se ve conducido irremisiblemente el consumidor de droga”.
Afortunadamente -–digo hoy-, el Congreso aprobó un Acto Legislativo (2 de 2009), en la actualidad vigente, a cuyo tenor “el porte y consumo de sustancias estupefacientes o sicotrópicas está prohibido, salvo prescripción médica”. Pero la norma se ha quedado escrita y los traficantes siguen envenenando a nuestros niños y jóvenes, a ciencia y paciencia de un Estado indolente. Por eso es necesario reabrir el debate y hacer efectiva la prohibición, que ya está en la Carta Política, pero no ha tenido desarrollo práctico.
Entre tanto, el Estado permite que en nuestro territorio se haya multiplicado el cultivo de la coca, y estamos inundados de ella. Y se ha debilitado la persecución al narcotráfico. Preocupante panorama.