Treinta años después del derrumbe de la Unión Soviética (URSS), ha vuelto a resurgir la amenaza de una Guerra Fría como preludio de una recomposición del orden mundial, que desvanece el espejismo propuesto por Francis Fukuyama con su tesis del “final de la historia y la universalización de la democracia liberal occidental, como consecuencia de la evolución ideológica del género humano”.
El despertar de la China y su ascenso a la condición de potencia económica y tecnológica, en trance de convertirse en potencia militar, le ha permitido plantear los términos de una nueva Guerra Fría en búsqueda de un nuevo orden mundial, en el que ha de prevalecer su civilización. Escenario mucho más complejo, porque implica el choque de culturas, con sus respectivos valores y creencias, que generan instituciones y estructuras sociales y políticas diferentes, y en muchos casos incompatibles. La República Popular China adoptó, en versión propia, el capitalismo de Estado, adaptando los pilares de industrialización y crecimiento a su estructura política, totalmente ajena a los valores de Democracia y Derechos Humanos que prevalecen en la cultura occidental. La China es el Estado dominante de una cultura que nunca ha conocido la democracia, lo que le imprime un alto nivel de intolerancia y un rasgo inevitable de imperialismo.
El reto para Occidente es inédito y mayúsculo y exige una comprensión clara del escenario y de las estrategias y acciones que se despliegan en su contra para que la China, en ascenso, alcance sus metas de predominio universal. La China pretende, no solamente valerse de las instituciones de Occidente, sino también de sus debilidades económicas. Ha conseguido penetrar las organizaciones de la ONU (OMS-OMPI-OMN-UIT-ONUDI-OACI-FAO-OIEA-FMI-BM-OMC) para posicionar su agenda política y global y, simultáneamente, inundar con créditos a países sobre endeudaos con el objeto de controlar empresas estratégicas en la Unión Europea, África y América latina, que aseguren dependencia y sumisión, de la mano indiferente de los estados supuestamente favorecidos.
Indiferencia que se extiende al carácter racial de la China, hoy contrario al esfuerzo de Occidente de superar los conflictos raciales nacidos de su expansión en siglos anteriores y condenados a desaparecer en virtud del mestizaje de América Latina y del rápido crecimiento de poblaciones de razas distintas en la Unión Europea y los Estados Unidos. Civilización y raza no se identifican, como prueba la historia, porque son los valores, creencias, instituciones y estructuras sociales las que conforman la cultura que da vida a la civilización.
El carácter racial de la China, profundamente enraizado en su cultura, imposibilita su ambición de imperio universal, siempre y cuando Occidente no abdique de sus instituciones democráticas que constituyen su mayor aporte a la historia universal. Las civilizaciones no decaen por victorias de otras contrarias, sino por sus propios errores y falencias. Sustituir el capitalismo social por el estatista y las democracias por dictaduras del proletariado, supuestamente igualitarias, permitirían a la China lograr lo que no pudo la URSS. Esta debe ser una lección aprendida.