La razón del sexo (IV) | El Nuevo Siglo
Domingo, 4 de Agosto de 2019

Resumiendo, los anteriores numerales: cuando la moral cristiana habla de sexo y de familia, los asume como bienes inseparables. La sexualidad sin esta referencia, natural, está fuera de lugar. Puesto que la familia es el ámbito principal de los amores humanos: realidad que se construye principalmente a base de amor. Este amor es garantía de fidelidad entre éstos, se vierten hacia los hijos, y se completa cuando los hijos son educados en el amor, cuando aprenden a querer a sus padres, a sus hermanos, al prójimo.

 Quien no haya tenido experiencia propia de lo que es una familia que haya llegado a su plenitud. Donde el amor no es una realidad, no se puede entender lo que es el amor y su alcance de felicidad: las relaciones mediocres o fracasadas no pueden reflejarla. Al hablar del amor en familia, no hay que pensar en situaciones idílicas, que solo pueden existir en las películas más o menos cursis, viejas. Se trata del amor real que crece en las circunstancias ordinarias de la vida: entre las pequeñas dificultades, el trabajo diario, las incomodidades, lo que sale bien y sale mal, problemas de salud, económicos, el cansancio, los malos entendidos…; el amor es una realidad difícil de manejar, es intangible: ni se ve ni se toca. Produce sentimientos, emociones, pero no es un sentimiento.

No hay que confundir el amor matrimonial con el enamoramiento inicial. Este es una situación sentimental, pasajera: algo auténtico y algo falso, que deslumbra: brillo que tapa la realidad. Brillo que con el tiempo va desapareciendo, tapando mediocridades y defectos. Llevando a los enamorados a conocer la realidad como es. Y lleva al trato y confianza mutua, y se empieza a compartir la intimidad, se tiene como propio lo del otro. Dándole espacio al afecto y después al cariño.

El cariño crece en la medida que los dos estén más unidos, que compartan más. Pero para compartir más hay que dar: dar es la medida del amor. El amor lleva a dar y darse y así crece. Amor es siempre entrega: perder algo de lo propio a favor del otro. Quien ama le desea el bien al otro. Esto implica sacrificio: hacer lo que interesa al otro; acomodarse a sus gustos. Solo a base de sacrificio se mantiene el amor mutuo.

El amor tiene como propio excederse: no llega a cuajar si no está dispuesto a hacer más de lo justo. Si ambos trazan una línea divisoria de derechos y obligaciones y no están dispuestos a pasar por allí, el matrimonio ya ha fracasado. Porque imposible respetar ese límite. Y esto no solo una vez, siempre. El matrimonio triunfa cuando ambos -o por lo menos uno de ellos- están dispuestos a sacrificase siempre. El sacrificio es garantía del amor verdadero y lo hace crecer y mejorar. El sacrificio tiene un enorme valor educativo para el amor: da realismo y lo hace patente. Y es compatible con la felicidad. Porque la mayor felicidad del hombre consiste precisamente en el amor. (Artículo de extractos de: Moral El arte de Vivir, J.L. Lorda)