Los organismos internacionales han mostrado ser poco útiles. Basta ver como se regularizó la dictadura de Cuba y el fracaso internacional frente a la tiranía de Venezuela, por solo poner ejemplos del vecindario. Tampoco me gusta la idea de que existen unos funcionarios -que nadie eligió y que a nadie representan, salvo a sus propias ideologías- que pueden dar el veredicto sobre los países.
El principio de no intervención en asuntos internos se ha venido desdibujando, hasta el extremo en donde embajadores opinan sobre lo que se debe o no hacer en Colombia. Ese principio tan pasado de moda, tiene un origen que considero fundamental: las naciones se expresan en las democracias y debe procurarse que los ciudadanos puedan, ellos mismos, con sus instituciones, solventar sus asuntos.
Los modelos impuestos, importados -herencia del despotismo ilustrado- no logran solucionar ni cambiar las realidades. Sin embargo, aquí estamos dándole explicaciones a la CIDH como si fueran los únicos capaces de definir lo que pasa, o su voz fuera a apaciguar los ánimos, o a convencernos de pensar diferente a lo que pensamos.
El miércoles estuve en una reunión con la Presidenta de la CIDH y sus delgados en el Congreso. Estaban un número muy amplio de senadores de izquierda, y solo un par de nuestra línea ideológica. Tengo que confesar que quedé impresionada de oírlos.
Un senador -el campeón en la difusión de noticias falsas- dijo que los jóvenes estaban en las manifestaciones porque ahí compartían comida y eso los libraba del hambre; sin punto seguido agregó que habían tenido que salir a manifestarse porque el Gobierno quería cobrarle impuestos a ellos, les iban a cobrar IVA.
Si el senador, como espero, leyó la reforma sabe perfectamente que se preveía la devolución del IVA para las familias más pobres. Medida que, según los expertos, tendría un importante efecto en la equidad. Pero eso no lo dijo. Habló de exenciones y dio cifras equivocadas, habló del favorecimiento de los más ricos, sin fundamento. Ese mismo senador en sus redes acusó a la Policía de haber quemado el hotel La Luna, donde estaban alojados, y sigo esperando sus disculpas frente a la evidencia que señala a los manifestantes como únicos responsables. Su discurso dejaba ver que en su opinión ningún vándalo debe ser judicializado.
Luego otros agregaron que la Policía debía salir del Ministerio de Defensa y pasar a Interior -Ministerio de la política-. Dijeron que la haría más cívica. Me preocupó que no recordaran cuando la Policía tuvo filiación política y lo que aquello significó para la estabilidad de la democracia. Volvieron a aludir a la supuesta doctrina del enemigo interno, criticando que en Colombia el Ejército no se limite a combatir amenazas exteriores. Lo dijo un senador de las Farc, quien sugirió que no existían enemigos internos. Quise preguntarle qué eran las ‘Farc Nueva Marquetalia’ o el Eln o el Clan del Golfo… pero no había espacio de preguntas.
No hablaron de los bloqueos, ni de la violencia contra los ciudadanos no manifestantes, ni del daño al sector productivo, ni menos del creciente contagio de covid. Concluyeron que todo se debía a que no se habían cumplido los acuerdos de La Habana, que volvieron a presentar como el libro sagrado que solucionaría todos los problemas de Colombia. Por supuesto, ninguno mencionó que la mayoría de los colombianos lo rechazamos.
Oí tantas exageraciones tan hiperbólicas que ya eran mentiras. Oí calificativos terribles sobre el Presidente y las Fuerzas Armadas y me dolió haber tenido 10 minutos para enfrentar semejante andanada. Si esta reunión sirve para anticipar algo, mi pronóstico sobre el informe de la CIDH es pésimo.