Los magistrados y los jueces no pueden ejercer su función si pierden independencia e imparcialidad, rectitud, moralidad. Por definición, eso que hacen a nombre y por autoridad del Estado y según la Constitución y las leyes -“Juris dictio”, decir el Derecho-, se erige en la más grave y alta responsabilidad.
Los jueces tienen en sus manos una trascendental tarea -quizá la más delicada y difícil de todas las que corresponden al Estado-, consistente, nada menos, que en resolver, en decidir sobre los más diversos asuntos y desatar las controversias, con fuerza de verdad y con efectos vinculantes. De modo que, sin perjuicio de los recursos existentes, se parte de la base de que cuanto resuelven se ajusta al Derecho, realiza el orden jurídico, materializa en casos concretos la voluntad en abstracto del Constituyente y del legislador, así como los valores y los derechos fundamentales, restaurando aquello que debe ser restaurado y reparando lo que debe ser reparado. De allí que los jueces y magistrados, y sus providencias, merezcan el respeto y la confianza dela sociedad en general y de los ciudadanos en particular. Se acude a ellos para que impartan justicia y, una vez fallado el punto en discusión, se presume que lo han hecho, de manera que, en firme el fallo, las partes han de respetarlo, y debe ser ejecutado con el apoyo del aparato estatal.
Por ello, a la idea de administrar justicia son inherentes los conceptos de independencia e imparcialidad del juez. Sin esas características, nada de lo dicho puede cristalizarse en el Estado de Derecho.
Como lo escribimos hace unos años (*), “ser independiente significa estar en capacidad de decidir en cada caso con entera libertad porque (el juez) está exento de cualquier compromiso, grande o pequeño, con intereses o fines distintos de lo que deben inspirar al juez en el sagrado ejercicio de sus atribuciones”.
Agregábamos: “El juez independiente estudia el proceso sobre el cual habrá de fallar, sin prevención alguna. Su única preocupación consiste en acertar, administrando la justicia que encarna y representa, y hacerlo apoyado en su convicción, fundada en los elementos de orden fáctico y jurídico de los cuales dispone y según lo que objetiva e imparcialmente le dicta su conciencia. Por tanto, no calcula su fallo…”.
Visto lo ocurrido en casos recientes, hemos de acotar: el solo cálculo del fallo, con propósitos ajenos al Derecho, ya es un desvío ilícito de la función judicial. Acomodar las decisiones para satisfacer o molestar a alguien, sin fundamento en las normas y en los hechos, inclusive si ello se hace por consideraciones políticas, altruistas o religiosas, es ya un comportamiento delictivo. ¿Qué se dirá del juez o magistrado que se atreve a acomodar sus fallos, o que se presta para demorarlos o precipitarlos ilícitamente, o que altera, disfraza o compone sus motivaciones o decisiones para producir ciertos efectos porque le han comprado -y, por ende, ha vendido- su conciencia, es una vergüenza para la administración de justicia y para el Estado?. No merece la toga, de la cual se lo debe despojar, porque la ha mancillado y pisoteado.
Sin generalizar, pero lo que está pasando en Colombia en materia de Justicia es muy grave.
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(*) HERNÁNDEZ GALINDO, José Gregorio: El concepto de inconstitucionalidad en el Derecho contemporáneo. Bogotá, 2013. Editorial Temis y Universidad Javeriana.