Colombia está, otra vez, debatiendo una reforma tributaria.
El Gobierno tenía que ponerla en consideración del Congreso debido a la necesidad de cubrir el gigantesco hueco que padecen hoy las finanzas públicas, y a las advertencias de las calificadoras de riesgo.
Pero la administración Santos no puede eludir la responsabilidad que le cabe por la imprevisión en el gasto y la falta de medidas para anticiparse a las épocas de vacas flacas, en tiempos de bonanza.
Tampoco le es posible agachar la cabeza para esconder las culpas que tiene por no haberla presentado oportunamente.
Lo cierto es que cometió una equivocación con los tiempos políticos, se demoró para no perjudicar el Sí en el plebiscito, y dejó de hacer lo que le tocaba cuando empezaron a caer aceleradamente los precios del petróleo.
Tampoco concibió una iniciativa integral, toda vez que no armoniza los distintos artículos con el estatuto tributario, lo cual anticipa innumerables dificultades durante la implementación de la ley.
En el mismo orden de ideas, no es exacto que le vaya a simplificar la vida a las empresas en tanto estas tendrán que llevar tres cuentas: la contabilidad conforme a los normas internacionales de información financiera (NIIF), los libros fiscales, de acuerdo a las disposiciones tributarias, y los registros necesarios para conciliar las diferencias.
En resumen, se desaprovecha la oportunidad para arreglar problemas, que hoy existen, estableciendo reglas claras.
De otro lado, eso de que con las nuevas medidas el promedio de crecimiento de la inversión será del 5.2%, gracias a una elevación cercana al 2%, es más ilusión que realismo, tal como lo señalan ya las voces de algunos empresarios.
Y la elevación del IVA, adicionalmente al aumento de las cargas a las personas naturales, en momentos de desaceleración de la economía, afectará el consumo y debilitará el crecimiento de la clase media.
El Presidente en sus afanes no tuvo en cuenta, de otro lado, las conclusiones de Bejarano Navarro según las cuales “en Colombia existe una relación negativa entre la tarifa del impuesto sobre las ventas y el nivel de recaudo, es decir, mientras mayor es la tarifa, menor es el recaudo”.
Se sigue, pues, pensando en las mismas recetas.
Muchos continúan creyendo que hay que cobrarle cada vez más a cada vez menos, estiman que aumentar los impuestos se traducirá en mayor ingreso, y suponen que eso de la ampliación de la base es sacarle pesos a un número superior de bolsillos magros.
Por eso los debates sobre estos asuntos son, en la práctica, tan limitados.
Lo único que se consigue es la aprobación de sucesivas reformas tributarias después de procesos de negociación intensos con el Congreso.
Las angustias del Gobierno, por su propia culpa, impiden ahora mirar con una perspectiva de mediano y largo plazo.
En las campañas que se avecinan, entonces, habrá que plantear la idea de cobrar cada vez menos a cada vez más.
También será necesario recordar que en Islandia la rebaja del impuesto a las empresas del 45% al 18% triplicó los ingresos tributarios, que lo mismo sucedió en Canadá cuando cayó del 45% al 20% y creció el recaudo, y que igual cosa ocurrió en México, entre 1988 y 1991, donde la disminución de las cargas impositivas aumentó la recaudación, disparó el crecimiento del PIB y originó un superávit primario que sorprendió a propios y extraños.
Tampoco podrá olvidarse que cuando Reagan bajó los impuestos a las personas naturales, el mejoramiento de la economía fortaleció las arcas del Estado.
Ahí está la verdadera reforma, que debe ir acompañada de una lucha eficaz contra la corrupción, porque los tributos excesivos frenan el crecimiento.